Alfonso Guerra, que en sus tiempos mozos de la pana y el puño en alto trataba con cierto desdén a Juan Carlos I, es hoy un firme defensor de su legado político. Por esta circunstancia, que lo libera de toda sospecha de militancia antiborbónica, resulta especialmente oportuno recordar su intervención en noviembre del año pasado en el programa Salvados, ahora que la Fiscalía se apresta a archivar las tres investigaciones abiertas al emérito.
En aquel programa, el periodista Gonzo le preguntó cómo se había negociado en su momento el artículo 56.3 de la Constitución, que establece que “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. “No tuvimos que negociarlo”, respondió Guerra. “Teníamos muchos problemas por delante, la Iglesia, el tema territorial, si habría monarquía o república, y cuando llegaban artículos que no tenían enmiendas, y ese no las tenía, los pasábamos. Este se votó por unanimidad; el borrador lo traía así, y así salió”. El exvicepresidente se mostró partidario de reformar este y otros tres artículos relativos a la Corona. “Debería aclararse que [la inviolabilidad] es para los actos derivados de su función como rey. No se dice y, por tanto, caben las dos interpretaciones. El sentido común indica que, aunque esté redactada así, se refiere a los actos derivados de su función, pero alguien puede decir: hombre, la literalidad no lo dice”.
Ese alguien, quién lo diría, ha resultado ser la Fiscalía. De acuerdo con las informaciones periodísticas, el Ministerio Público está a punto de dar carpetazo a la investigación al emérito sin haber recibido toda la documentación en poder de la justicia suiza e invocando entre sus argumentos la inviolabilidad del rey consagrada en el artículo 56.3. Según la tesis de la Fiscalía, algunos de los presuntos delitos que investigan al anterior monarca –en particular los 100 millones de dólares que recibió del rey de Arabia Saudí y que ingresó en una cuenta suiza a nombre de una fundación con sede en Panamá- se produjeron antes de su abdicación en 2014 y, por lo tanto, no pueden ser juzgados, ya que Juan Carlos gozaba entonces de inmunidad. La Fiscalía, por lo visto, parece inclinada a aplicar la interpretación más elástica del texto constitucional, a sabiendas –no hay que ser un lince para saberlo- de que dicha interpretación choca frontalmente con el sentido común del que hablaba Guerra y envía a la sociedad el mensaje implícito de que la Constitución, el texto fundamental de la democracia, puede servir de parapeto a la corrupción. La Fiscalía podía optar entre acogerse al espíritu de la norma o a su letra para orientar el caso, y al parecer ha optado por la letra, que consagra una anomalía democrática como lo es la falta absoluta de responsabilidad el jefe del Estado.
A los negociadores de la Constitución no le preocupó en su momento este conflicto, porque estaban muy ocupados en otros asuntos. Pero lo más llamativo es que, más de cuatro décadas después, y sobre todo con la que está cayendo por el escándalo del emérito, el artículo 56.3 sigue campante con su redacción original. Está visto que no ha bastado con el sentido común para entender el texto –quizá tenía razón Voltaire cuando escribió, hace dos siglos y medio, que el sensus communis ya no significa para nosotros ni la mitad de lo que significó en su día para los romanos-, de modo que se hace imperativo modificarlo para que no quede la menor duda de que el absolutismo monárquico es cosa del pasado. Resulta cuanto menos sorprendente que haya que aclarar en pleno siglo XXI que un rey no puede tener una inmunidad ilimitada que se confunda con impunidad. Cosa distinta son las reglas que se establezcan para investigar a los monarcas. En una columna reciente y muy interesante en este medio, el constitucionalista Javier Pérez Royo planteó que, por la singular naturaleza política de la Corona, la investigación de Juan Carlos se debería sustanciar en las Cortes, no en el poder judicial. Otros defienden ambas vías.
Más allá de la decisión final que tome la Fiscalía, y que debe ser acatada, cabe preguntar qué se está haciendo en el terreno político para acometer la tantas veces anunciada “modernización” de la institución monárquica. Poco o nada se ha vuelto a saber de la ley de la Corona de la que habló el presidente Sánchez hace casi un año. Tampoco se aprecian en el horizonte las reformas constitucionales más elementales: la que aclare el alcance de la inviolabilidad del rey, la que ponga fin a la discriminación de la mujer en la línea de sucesión al trono y la que acote la potestad del monarca para distribuir libremente, sin controles externos, el presupuesto asignado a la Casa Real. Pareciera que la estrategia de los partidos mayoritarios fuera dejar que la tormenta por el emérito amaine y que las cosas sigan su curso como si nada hubiese ocurrido. Ni siquiera se toman el trabajo de aplicar la máxima de Tancredi Falconeri y cambiar algo, así sean tres modestas reformas constitucionales, para que nada cambie.