Cuenta Manuel Azaña en sus memorias que el 16 de noviembre de 1937 cruzaba El Pardo con Juan Negrín, y ambos se lamentaron del estado y la suerte del Monte, una extensa dehesa de gran valor natural, en plena Guerra Civil. Azaña le pide al último jefe de Gobierno de la II República: “Cuando gane usted la guerra, Negrín, me permitirá que deje de ser presidente de la República a cambio de que me nombre para el cargo que más me gusta. Guarda mayor y conservador perpetuo del Pardo, con mero y mixto imperio dentro del monte, para hacer de él lo que en cualquier país de gusto estaría hecho desde hace mucho tiempo”.
No sabemos qué hubiera hecho Azaña si la República hubiera ganado la guerra, pero viene al caso recordar lo mucho que le gustaba al político republicano este enclave natural después de leer en elDiario que el Monte del Pardo, cuya extensión es la cuarta parte de Madrid, es un coto privado de la Casa Real: 16.000 hectáreas cerradas al público. Este privilegio anacrónico no se sostiene por razones de seguridad ni de representación y tampoco por su relativa cercanía del Palacio de la Zarzuela, a 5 kilómetros, pero hay que profundizar en él y en la situación de este espacio protegido para hablar de su futuro desvinculado de la Corona y su posible apertura al público.
El privilegio viene de lejos, cuando el rey Enrique III eligió esta dehesa como coto de caza en 1405 y tiene que ver con la esencia del pueblo de El Pardo, creado en torno al palacio, habitado desde el siglo XV por personas que servían a los distintos reyes y, después de la Guerra Civil, símbolo de la dictadura de Franco. Cualquier madrileño o visitante que haya ido a comer un plato de caza a alguno de sus muchos restaurantes sabe que el Real Sitio está todavía al margen del tiempo, guarda algunos fantasmas (allí está Franco en todas partes, hasta en los restos de su campo de golf privado) y no parece un barrio de Madrid, que es lo que es: allí viven 3.449 personas, es el lugar de la capital donde hay menos inmigrantes, 178, y casi todo, hasta el suelo, pertenece a Patrimonio Nacional.
El Monte también pertenece a Patrimonio Nacional y efectivamente está adscrito “al uso y servicio del rey y de los miembros de la Real Familia”. La mayor parte de esta dehesa es zona de reserva protegida por el Plan de Protección Medioambiental del Monte de El Pardo, de agosto de 1997, por lo que su uso público, si la ley no cambia, sería muy restringido aunque no fuera exclusivo del rey. Pero lo cierto es que lo es, lo sigue siendo, en línea con el anacronismo y la opacidad que rodea los privilegios y cuentas de la Corona. Se ha tardado años en conseguir que la Casa Real publique los contratos que firma por un importe superior a 15.000 euros y su proceso de adjudicación y, aun así, Felipe VI ha logrado excluir de esa transparencia los contratos “personales”, “financieros” o los “convenios”. En muchas ocasiones, Patrimonio Nacional ha servido para justificar estos gastos y privilegios, y este es uno de esos casos: solo hace falta recordar la imagen del rey emérito a los mandos de una barbacoa junto a Corinna Larsen en una de las fincas del Monte, La Angorrilla. Un caso claro de “uso y servicio” que no cabe en una sociedad democrática.
El Monte se debería desvincular de la Corona, porque la monarquía parlamentaria debe mutar de institución que acumula privilegios arcaicos a garante imparcial de la estabilidad y el progreso. Pero la idea de que El Pardo se ha preservado porque no está abierto al público se abre paso enseguida en este debate, aunque sea necesaria otra gestión, mayor transparencia y menos trabas de entrada a investigadores y expertos. Cualquiera se echa a temblar ante la idea de que ese paraíso natural de encinas y arroyos en torno a un embalse que casi nadie ha visto, donde habitan gamos, ciervos, cigüeñas negras y garzas se llene de madrileños (y no madrileños) domingueros. Es conocida la suicida tendencia humana no solo a instrumentalizar, sino a ensuciar, envenenar y destruir la naturaleza que necesita para sobrevivir. Tenemos, además, un antecedente: en 1976 se abrieron 842 hectáreas para el uso público, y es hoy la parte más deteriorada del Monte. Proteger este espacio es condición anterior a su disfrute público.
Dejo lo peor para el final, la posibilidad de que el Monte del Pardo cayera en manos de un alcalde con pulsión arboricida o de un presidente regional con pasión desenfrenada por la gestión público-privada tirando a privada-privada. Vuelvo aquí a las memorias de Azaña, ese día de noviembre de 1937, en plena guerra. Cuenta el presidente de la República a Negrín un debate sobre el uso del Monte del Pardo: “En las Constituyentes tuve un día que amenazar con la cuestión de confianza para impedir que le arrancasen seis kilómetros cuadrados con destino a una barriada de casas baratas. ¡Ya ve usted! (...) Hay hombres que no están seguros de su dominio sobre la naturaleza mientras no le han dado por el pie a un árbol viejo”. Parece que nos avisa Azaña de lo que José Luis Martínez-Almeida o Isabel Díaz Ayuso (o cualquier otro representante público de otro partido que venga detrás) podrían hacer si les dejaran a su cargo el hasta ahora no mancillado Monte del Pardo. Solo hay algo que Azaña no podía saber porque es signo de nuestros tiempos neoliberales: si ahora se construyeran casas en este espacio natural, no serían baratas.