A principios de agosto, cuando Puigdemont equiparó el momento político que vivía Catalunya con la lucha del movimiento LGBTI por sus derechos, apenas podíamos vislumbrar cómo las grandes conquistas en materia de derechos humanos (y los Principios que las han inspirado) iban a ser de gran utilidad al argumentario independentista catalán frente a la comunidad internacional.
En aquel momento, esa identificación –junto con la afirmación de Empar Moliner de que ser catalán en España era como ser gay en Marruecos– la vimos más como un oportunismo político a la sombra del éxito del World Pride que como parte de una posible estrategia orientada a hacer creer a la comunidad internacional que, los independentistas en España, formaban parte de uno de los “grupos vulnerables” que las declaraciones de derechos humanos protegen de la represión de los Estados.
Al echar la vista atrás, observo un momento clave en la puesta de largo de esta retórica nacionalista de “apropiación indebida” de la simbología y la terminología que se usa para denunciar las violaciones de los derechos humanos: la Diada. Aquel 11 de septiembre, el independentismo catalán conmemoró algunos de los hitos más relevantes de la lucha por los derechos civiles y políticos y al hacerlo, los hilvanó con el derecho a la autodeterminación y la negativa del Estado español a la celebración de un referéndum. La figura de Rosa Parks (la mujer negra que negó su asiento a un chico blanco) se ondeó como bandera que legitimaba la desobediencia civil y la de Anna Politkóvskaya (periodista rusa asesinada por denunciar los crímenes del Gobierno de Vladimir Putin contra la población chechena) como la brutalidad a la que puede llegar la represión de la libertad de expresión. En aquella ocasión, estas ‘asociaciones’ se tildaron de exageradas y fuera de lugar. No se reparó en que el foco de atención que buscaban esos mensajes estaba fuera de nuestras fronteras. Era importante que el asunto catalán se viera no solo como una reivindicación nacionalista sino como la respuesta de supervivencia de un pueblo oprimido por el Estado español. Y ahí es cuando, como si se tratase de un guion perfecto, entraron en escena las cargas policiales del 1 de octubre contra la población indefensa que se dirigía a votar en una jornada ejemplarmente pacífica. Esto, sin duda, sí sucedió. Aquí no hubo sobre actuación. Fue terrible y vergonzoso.
Aquellas imágenes de la represión por parte de la Policía Nacional y la Guardia Civil a las personas que solo querían votar corrieron como la pólvora y se vieron en todo el mundo. El conflicto catalán se internacionalizó gracias al Gobierno de Rajoy. El uso excesivo de la fuerza fue objeto de denuncia por las principales organizaciones de derechos humanos. Efectivamente, se trató de una actuación innecesaria y peligrosa que todavía no ha sido investigada para determinar responsabilidades y que, tras la entrada en vigor del 155, puede que no se investigue nunca en el propio Parlament de Catalunya, tal y como estaba previsto.
Faltó tiempo para que lo sucedido aquel nefasto día fuera usado por Ómnium Cultural en un vídeo titulado “Help Catalonia. Save Europe!”. Un vídeo que estaba dirigido a la comunidad internacional y que se hizo viral, aunque dentro de nuestras fronteras apenas tuvo credibilidad. El victimismo desproporcionado de la narradora, algunas informaciones falsas y el que fuera un calco de un vídeo ucraniano, no ayudó a verlo con seriedad, más bien todo lo contrario. Pero los destinatarios de aquel vídeo no éramos nosotros, los españoles, ni siquiera los catalanes. Estaba locutado en inglés. Y el mensaje era para el mundo exterior: necesitamos ayuda, sálvennos. Todo un insulto para aquellos pueblos, entre otros el sirio, que sí han lanzado ese SOS a la comunidad internacional (sin que esta haya hecho mucho, todo sea dicho).
Tras la fuga de Puigdemont y la manifestación del pasado domingo en Bruselas, parece que nadie tiene dudas del éxito de la estrategia independentista de internacionalizar el conflicto catalán. Por eso ahora, el esfuerzo estará en apuntalar los motivos que le den voz propia y legitimidad. Y ahí es donde cada vez coge más fuerza aquello que parecía ridículo: equipar la situación en Catalunya con la de otros colectivos brutalmente reprimidos por los Estados. El discurso de que el pueblo catalán y sus representantes políticos están siendo objeto de tortura y otras violaciones de derechos humanos empieza a sonar. Tanto es así que, si se pone en un buscador de internet “derechos humanos” y “Catalunya” no queda rastro de las consecuencias de las políticas de austericidio de Artur Mas, o de las pistolas eléctricas de los Mossos de Escuadra, o de los desahucios que ha parado la PAH, ni tampoco del incremento de la islamofobia…
Las cargas del 1 de octubre, las sombras que se ciernen sobre los procesos judiciales abiertos contra el ex Govern y los decretos de prisión incondicional para los Jordis, Forn y Junqueras, no ayudan a separar el grano de la paja a quienes desconocen los entresijos de los derechos humanos. “El uso excesivo del discurso de derechos” y su “apropiación indebida” como estrategia política no puede tener cabida. El tema es lo suficientemente serio como para que nadie abuse de un enfoque que protege y garantiza los derechos de colectivos realmente vulnerables, de colectivos ante los que todavía no se han rendido cuentas por las políticas del último Govern porque no se habla de otra cosa que del propio Govern.