- Hace apenas unos días uno de los programas de radio más libres que tenemos, Carne Cruda, anunciaba que tenía que dejar la Cadena Ser. Parece que la nueva ola de miedo que atenaza al establishment patrio ha llegado también a la radio del grupo PRISA.
En los dos últimos cursos que dictó en el Collège de France antes de morir, recogidos en sendos volúmenes, Michel Foucault giró hacia uno de los asuntos a mi entender más ricos y sugerentes de su espléndida obra. El autor francés abordó “el gobierno de sí y de los otros”. En un tema político trascendental para la teoría clásica y humanista, que la Modernidad había ido olvidando, Foucault situó como piedra de toque su idea del decir veraz y libre, del hablar franco y con coraje. En su acepción griega, de la parrhesía.
Pero ¿qué tiene que ver este decir con valentía la verdad con el gobierno de uno mismo? ¿Y con el de una comunidad política? Como trataré de explicar, prácticamente todo.
Tomemos nuestra actualidad. Desde el 15M cada vez más en nuestro país se dicen las cosas claras, aún a pesar de que, conscientes de la vieja cultura política incrustada en tantas y tantas instituciones, sepamos que este decir veraz nos pueda acarrear no pocas represalias.
Hace apenas unos días uno de los programas de radio más libres que tenemos, Carne Cruda, anunciaba que tenía que dejar la Cadena Ser. Parece que la nueva ola de miedo que atenaza al establishment patrio ha llegado también a la radio del grupo PRISA.
Parrhesía significaba decir en libertad, y es lo que parece que a todas luces no encajaba para los directivos de la Ser. El derrumbe del bipartidismo y la apuesta republicana es un cóctel demasiado explosivo para la oligarquía española. Y a pesar de todo, Javier Gallego y su equipo siguieron diciendo libremente sus verdades, no se plegaron. En un último programa para enmarcar informaban de que seguirán en septiembre en Internet, todo sin renunciar a las sátiras mordaces contra Felipe VI y los antidisturbios que acostumbran, sin morderse la lengua a la hora de explicarnos por qué se marchan.
Decía Foucault que parrhesía equivale a coraje porque al tomar la palabra de manera franca siempre corremos riesgos. Sin embargo, cuando nos jugamos demasiado, incluso la vida, algo va mal en su ajuste con la democracia. El francés destaca así la valentía de alzar la voz frente al tirano y sus cortesanos sabiendo lo que luego seguramente nos espera.
El equipo de Carne Cruda terminaba aquel programa cantando la canción de El Kanka, A desobedecer. Fue otro acierto. Pues el concepto de desobediencia se entremezcla inevitablemente con el de parrhesía cuando uno sabe que está transgrediendo viejos órdenes fundados en la mentira, la ocultación y las malas artes de la dominación.
Y es El Kanka quien en la siguiente canción de ese su último disco canta sabiamente que “si se desoye el alma, el alma se desollará”. Aquí encontramos, dicho de manera sencilla, la conexión más interesante de la desobediente parrhesía con el gobierno de sí. Es decir, cuando nos callamos por cobardía, cuando miramos para otro lado o actuamos de manera cómplice, silenciando la ignominia, nuestras almas van perdiendo color y brío, verdad. Sometidas a los amos que cada cual acepta, acaban por desollarse. Esto nos incapacita para participar democráticamente en el gobierno de la ciudad.
Y al contrario, el decir libremente en la ciudad, asumiendo sus riesgos y responsabilidades, modela el ethos cívico de quienes deben protagonizar la democracia. La parrhesía transforma el carácter, ayuda en la formación del alma. Podemos aquí pensar en las escuelas de Atenas dedicadas al bien decir, pero también en la politización de una generación a partir del 15M.
Foucault insistía en la necesidad de conformar una estructura política, democrática, capaz de acoger sin grandes riesgos la parrhesía en sus diversas prácticas. Una constitución política que permitiera desde la isegoría —igualdad ciudadana a la hora de decir y ser escuchados—, el juego político a partir de la palabra veraz. La pregunta aquí es si nuestro actual régimen político lo permite.
Y es que cuando las tensiones oligárquicas ganan la partida, o los legados autoritarios son demasiados fuertes, cuando diversas tiranías fructifican en cada esquina institucional horadando el paraguas democrático, la ética del decir veraz también se ve acorralada. Los miedos dominan por doquier y los abismos para el que dice con franqueza se multiplican.
Una de las características de la parrhesía, tan humana, ha sido erigirse en discurso de justicia enunciado por los débiles frente a los poderosos. A veces el enardecimiento de las pasiones es lo que ha dado fuerzas para ello. Foucault relata al respecto varios ejemplos clásicos. Es así habitual que los más inermes crean en un momento dado que el último recurso que les queda es el derecho a decir, a iluminar en lo público frente al propio sujeto todopoderoso la verdad de su injusticia.
La indignación ha sobrevolado este país los últimos años. Pensemos en los escraches de la PAH. Con todo, los actos parrhesiásticos de resistencia más numerosos, y a buen seguro más peligrosos, han sido los que se han desarrollado aquí y allí de manera discreta, sin focos. Con costes enormes para quienes se atrevieron a llevarlos a cabo.
Últimamente pienso que cuando no nos salgan las fuerzas para desvelar lo injusto, podemos pensar que por el momento al menos no nos mandan matar. Esto es lo que —recuerda una vez más Foucault— el tirano de Siracusa, Dionisio, quiso hacer con Platón cuando el ateniense le dijo a la cara dos afirmaciones muy directas: i) había ido a aquella tierra a buscar un hombre de bien, que no encontraba, y ii) la vida de los injustos es desdichada.
No hay por tanto patíbulo, pero seamos conscientes de que aún funciona a toda máquina el ostracismo e incluso ciertas formas suavizadas de exilio. En algunas instituciones, de manera más brutal, te privan directamente de toda libertad —pensemos en el caso del teniente Luis Gonzalo Segura, arrestado por denunciar la corrupción en el Ejército—.
Parece así claro que, en un contexto hostil, la parrhesía no es lo más recomendable para quienes buscan su promoción laboral a costa de casi todo, o trepar en el campo político.
Es útil en este sentido recordar, como hacía Cornelius Castoriadis al hablar de la parrhesía —precisamente en un seminario celebrado en las mismas fechas a pocas calles del de Foucault—, que la democracia ateniense había instaurado para su protección la atimía, sanción que conllevaba la pérdida de derechos cívicos. Esta se contemplaba para aquellos incapaces de hablar con franqueza, para “los oportunistas” que cuando estallaba un conflicto “esperaban hasta ver de qué lado soplaba el viento”. En parecidos términos hablará Foucault de quienes, “siempre sometidos a los poderosos”, suelen hablar con “palabras dúplices”, lo que resulta finalmente desastroso para la ciudad.
De ahí la importancia del decir veraz para la democracia. Y viceversa, la necesidad de un paraguas de libertades e igualdad para que la parrhesía se dé sin grandes riesgos.
La falta de libertad de expresión es sin embargo alarmante a día de hoy en España. La reciente aprobación de la Ley de Seguridad Ciudadana, la ley mordaza, es un claro síntoma. Mi experiencia en la Universidad constata que domina impunemente en nuestras instituciones, mientras en los medios de comunicación convencionales parece que se agudiza a grandes pasos. En la empresa privada, con el poder sindical en claro retroceso, su carencia a menudo se da por hecho en un ambiente que puede llegar a ser atroz.
Para Foucault la ausencia de parrhesía tiene mucho que ver con la falta de coraje de los interlocutores, incapaces de tolerar la verdad. El drama para la sociedad en este caso está servido pues, como escribe el francés, “al carecer de parrhesía, uno está obligado (…) a soportar la necedad de los amos (…) Desde el momento en que no hay parrhesía, los hombres, los ciudadanos, todo el mundo está condenado a la locura del amo”.
El decir veraz, franco y con coraje ha sido así uno de los signos de la protesta política y social surgida al calor del 15M, hartos de tanta necedad. Que no se apague. Es una llama que infundió muchos ánimos a quienes pensamos que esto solo puede cambiarse quitándonos el miedo y contagiándonos de verdad. Nueva política y parrhesía han de ir por tanto indisolublemente unidas.
No se puede exigir a todo el mundo los sacrificios que implica el decir veraz en estos tiempos oscuros del gran paro, en los que reaparece el hambre infantil y se multiplican los desahucios, pero sí a quienes se erigen como figuras del cambio político.
Hay así quienes ejercen una parrhesía política consistente en dar un paso al frente tomando la palabra en lo público, con la responsabilidad que supone. Para no caer en la mala parrhesía, advertía Foucault, estos han de ser veraces, diciendo lo que dicen porque piensan que es verdad y lo mejor para la ciudad. No porque sea “la opinión más corriente, que es la de la mayoría”. Precaución por tanto con los discursos que miran a las encuestas, hipotecándose, renunciando a las batallas ideológicas y la pedagogía.
A la vez, la ejemplaridad y el coraje como parrhesiastas contra lo injusto de estas figuras influyentes es lo que nos puede garantizar que, efectivamente, avanzamos hacia una democracia real. Por eso la ética es imprescindible. De ahí la exigencia de que estén a pie de calle o dando la cara en sus centros de trabajo. Porque queremos, entre otras cosas, construir una constitución política donde desvelar honestamente y con franqueza las injusticias más cercanas no conlleve en el futuro los grandes riesgos del presente.