No hay manera. El pasado se nos hace bola. Somos incapaces de tragarlo y digerirlo. Por tanto, lo tenemos siempre en la boca.
El historiador José Álvarez Junco ha abordado el asunto en un libro titulado 'Qué hacer con un pasado sucio', en el epílogo de 'Los amnésicos' (la investigación de la franco-alemana Géraldine Schwarz sobre sus complejos antecedentes familiares) y en diversas intervenciones públicas.
Según él, la convivencia se hace posible “cuando uno comprende que sus padres, sus abuelos, el conjunto de su país, fueron responsables directos o indirectos de algunas atrocidades, cuando uno acepta la complejidad de los problemas pretéritos y la dificultad de atribuir con nitidez culpas colectivas, cuando uno se da cuenta de lo fácil que es convertirse en perseguidor o en consentidor de la persecución, cuando uno entiende, en definitiva, las muchas caras de la historia y las múltiples y confusas identidades que ha heredado”.
El ejemplo evidente es Alemania, un país que cometió o aceptó de forma colectiva los peores crímenes y que luego, aunque el proceso durara décadas y tuviera como efecto secundario una fidelidad demasiado ciega hacia Israel, se desnazificó de forma honesta.
España dio un importante primer paso durante la transición desde la dictadura hasta la democracia. La reconciliación y el “pacto de amnesia” fueron eso, un primer paso. Hubo otros gestos. En 2002, durante la mayoría absoluta de José María Aznar, el Congreso de los Diputados condenó el golpe de Estado de 1936 y “la dictadura franquista”. Al margen de que haya habido hasta la fecha más palabras que hechos (persiste la intolerable realidad de los muertos enterrados en cunetas), falta lo más importante: la renuncia general a falsificar la historia y ese gesto, tan fácil y tan complicado, de pedir perdón a los demás y concedérselo a uno mismo.
La izquierda tiende a glorificar la tormentosa Segunda República, en la que el PSOE desempeñó un papel poco lucido. Los nacionalistas catalanes procuran olvidar que muchos de sus abuelos fueron franquistas. Las derechas persisten en creer que ya hicieron bastante, en la transición, con renunciar a algunos de los privilegios adquiridos como vencedores en la guerra. Cada bando reinventa la historia a su gusto, como hizo la República Francesa a partir de 1944: se decidió que Francia había mantenido una fiera resistencia contra los nazis, cuando en realidad la mayoría cooperó con ellos. ¿Resultado? Marine Le Pen puede ser la próxima presidenta.
Negar la realidad del pasado acarrea malas consecuencias para todos. En especial cuando el “pasado sucio”, en palabras de Álvarez Junco, es tan reciente como en el País Vasco. Bildu es una federación de partidos legales con todo el derecho a participar en unas elecciones y, si se da el caso, a ganarlas. Tiene todo el derecho a propugnar la independencia vasca. Pero no tiene derecho a camuflar el terrorismo que practicó con fruición alguno de sus sectores, ni a seguir aplaudiendo a quienes cometieron los crímenes. Por razones de ética básica, y porque con ello sigue inyectando en la sociedad vasca un veneno de efectos retardados.
ETA no fue un “ciclo político”. Fue una atrocidad cuyas víctimas siguen ahí. Es cierto que ETA ya no existe, por más que insistan algunos. Es cierto que Bildu ha dado un primer paso arrastrando a sus sectores más violentos hacia el ámbito democrático. Está muy bien que se ofrezca a “tender puentes”. Pero persistirá en algo tan español como la incapacidad para asimilar el “pasado sucio” si no condena abiertamente lo que ocurrió, si no pide perdón y se perdona, si no comprende que no bastó con la muerte de Franco para que acabara el franquismo y que no basta con que ETA haya desaparecido para acabar con la intimidación y el dolor.
También es cierto que superar realmente los períodos más oscuros lleva tiempo. Por otra parte, asumir la realidad no es tan difícil. Aunque resulte evidente que en este país a todos nos cuesta bastante.