El ecosistema madrileño anda enzarzado en su procesismo, con fiscales alentando teorías de la conspiración y muchos medios convirtiendo en una heroína a una responsable de protocolo por haber evitado que un ministro estuviese en la tribuna en un acto institucional mientras otra ministra ejercía de mera espectadora.
Por suerte hay vida fuera, también en campaña. Por ejemplo, en el Parlament se debate sobre las medidas para luchar contra la sequía, el fiasco de las oposiciones de la Generalitat y un clásico con procés y sin él: el desastre de Rodalies. En Barcelona, inmersa en la contienda electoral desde hace semanas, se está discutiendo estos días y mucho sobre el modelo de ciudad. La realidad se ha impuesto a la política ficción y eso siempre es una buena noticia.
Cuando se pregunta quién ha sido el mejor alcalde de la capital catalana existe poca discusión porque incluso los que le hicieron la vida imposible reconocen que Pasqual Maragall fue el artífice de una ciudad a la que gusta presumir de moderna y abierta aunque tenga los mismos problemas que el resto de grandes urbes.
Maragall era un avanzado a su tiempo, un político que pensaba a largo plazo (algo insólito hoy en día, cuando la mayoría no ven más lejos de las siguientes elecciones), con unas firmes convicciones europeístas y un federalista convencido que intuyó antes que el resto que el modelo de España hacía aguas y necesitaba una actualización.
Pero Maragall, además de todo eso, fue antes que nada un alcalde. Alguien que subía a la montaña de Montjuïc y te comentaba las obras que había en marcha en la ciudad, que igual hablaba de tú a tú a mandatarios de medio mundo que dormía en casa de vecinos. Y como alcalde fue también un visionario al anticiparse a medidas que más de tres décadas después no deberían tener discusión pero que siguen marcando la campaña de estas municipales.
Sirva de ejemplo este fragmento de una entrevista que concedió en 1989. El programa lo presentaba La Trinca. Cuando ya se acababa, le preguntaron si quería añadir algo, y Maragall aprovechó para hacer un alegato contra el abuso de la utilización del coche en las grandes ciudades e insistió en que, al igual que en el resto de capitales, había que optar por un modelo más sostenible. “Que la gente se vaya olvidando del coche para ir a trabajar o a comprar al centro. Esto es absolutamente básico. Si uno va al centro de Londres, Nueva York o a las ciudades alemanas verá taxis y autobuses y casi nada más”. Recuerden, esto fue hace 34 años.
En un discurso pronunciado tres años después, en 1992, en el que analizaba el papel de las ciudades, el entonces alcalde insistió en la misma idea y planteó cómo debía ser la movilidad del futuro:
“Todas las ciudades metropolitanas europeas, repito, todas las ciudades metropolitanas europeas, se enfrentan a los mismos problemas derivados de una movilidad rígida en horas puntas, en la que se concentran casi la mitad de los viajes, y mayormente asegurada por el vehículo privado que en promedio, en toda Europa es utilizado para realizar el 75% de los trayectos. Estos problemas, que son conocidos por todos, se refieren a la pérdida del espacio urbano para el peatón, la pérdida de tiempo, la contaminación, el ruido y también la malversación de una fuente energética agotable y casi agotada como es el petróleo, y de forma inducida, es decir, indirectamente, la desvalorización de importantes zonas urbanas. (...) La movilidad urbana del futuro deberá ser una movilidad multimodal en trayectos que empezarán en coche, en parkings de intercambio se pasará al tren, al autobús o al metro, y en microbuses en función de la demanda para aproximarse al final del trayecto”.
La inquietud de Maragall aparece incluso en una de las novelas más conocidas de Eduardo Mendoza. En ‘Sin noticias de Gurb’ (Seix Barral), el extraterrestre protagonista del libro describe cómo la cantidad de tráfico es “uno de los problemas más graves de esta ciudad y una de las cosas que más preocupado tiene a su alcalde, también llamado Maragall”. Así que este es un “nuevo viejo problema” en acertada definición de la ingeniera Civil, especialista en infraestructuras y movilidad Nel·la Saborit.
Que algunos lleven una semana criticando la instalación de un carril bici en Vía Augusta porque los coches lo tienen un poco más complicado para acceder al centro por esta calle es la prueba de que todavía falta mucha concienciación.
Los datos de contaminación deberían ser un motivo más que suficiente para que se entendiese que tanto Maragall hace tres décadas como los que ahora abogan por reducir el tráfico tenían razón. Con la vuelta definitiva de los coches tras la pandemia, la capital catalana incumplió de nuevo en 2022 el valor límite anual establecido por la normativa para el dióxido de nitrógeno (NO2). La estación barcelonesa del Eixample superó el límite legal, al alcanzar una concentración de 42 microgramos por metro cúbico (µg/m3) frente a los 40 µg/m3 permitidos por Bruselas. Aun así hay quien incluso cuestiona que se esté pacificando el entorno de muchas escuelas, en el centro y en otros distritos.
Nel·la Saborit recordaba en un artículo que la primera restricción vehicular conocida se remonta a la Roma de Julio César, una ciudad en la que, en el año 45 a.C., ya había calles y avenidas completamente colapsadas por el tráfico de vehículos, tanto para el transporte de mercancías como de personas. Se restringía a principios de mes (‘calendas’) el paso entre las seis de la mañana y las cuatro de la tarde de las literas, basternas o carruajes. Permitan la broma: una medida de control del tráfico mucho más radical que las actuales.
En Roma, estos desplazamientos simbolizaban una demostración de poder, algo que no está tan alejado de la posición de algunos vecinos de barrios acomodados o de adosados de fuera de Barcelona que se quejan de que cada vez sea más complicado acceder en coche por la capital catalana. El resto, que sufren a diario los retrasos y aglomeraciones en horas punta en los trenes de Rodalies, hacen bien en alzar la voz porque la alternativa al transporte público no puede ser otra que más y mejor transporte público.