Nunca he mostrado el pecho en público. Desde los doce años empecé a tapar con la tela del bikini aquello que supuestamente no debía mostrar por motivos que no entendía: ¿Mis leves bultitos de carne resultarían ofensivos para alguien si los descubría en la playa? ¿Por qué de la noche a la mañana mi torso, hasta entonces infantil, se había convertido en un “peligro” para mí misma, para mi libertad? Conforme lo infantil se desvanecía, la violencia hacia mi pecho crecía exponencialmente: el novio que se enfadó el día que le propuse hacer nudismo en Cabo de Gata, el padre que no me dejaba comprar sostenes con relleno, el crítico que desdeñó por “provocador” un verso sobre mi pezón mordido, el algoritmo que me avisó de exceso de color-carne-blancuzca al subir aquella foto amamantando a mi hijo, o los espectros que a menudo parecen esperar atentos en la mensajería instantánea de una red social, para mandar una solicitud sexual en caso de que en mi último selfie se intuya un trocito muy pero que muy chiquito de escote. Nunca he mostrado el pecho en público porque el pudor me come los nervios. Estoy convencida de que si un trozo de mi carne se intuyera más allá de “lo normal”, se desataría el caos, mi ánimo se vendría abajo, saltarían las alarmas que llevan acechando desde los doce años: gritarían todas a la vez como sirenas de lecheras desafinadas, desbocadas, intranquilas.
Escribía la poeta y activista Audre Lorde —fallecida, por cierto, un día de noviembre como el de hoy, pero en 1992— que no se puede desmontar la casa del amo con las herramientas del amo. Por eso yo creo, sinceramente, que las mujeres capaces de sacar pecho, de sacar “el pecho”, literalmente, para rebelarse contra el amo son excepcionales. Al contrario de lo que muchos piensan, pintarse el pecho con consignas en una manifestación, salir a reventar un acto político con las tetas al aire o pasearse por una alfombra roja con mensajes como “En Chile torturan, violan y matan”, como hizo Mon Laferte hace unos días en la entrega de los Grammy Latinos, no es una frivolidad, ni siquiera un capricho, y para nada una “estéril y desesperada llamada de atención”, como algunos han tildado últimamente el gesto de la cantante pop chilena. Enseñar el pecho en 2019 sigue reventando revolviendo las tripas de miles de espectadores porque significa que las portadoras de tal pecho siguen siendo sumisas en nuestra sociedad. Se sigue considerando que sus posturas políticas valen menos, que sus cuerpos son demasiado puros como para exigir nada con mensajes pintados en ellos. Y al igual que en el caso de Mon Laferte, se siguen sexualizando; incluso si el feminismo lleva décadas tratando de resignificar el gesto de desnudarse, el amo no da el brazo a torcer, se asume tan poseedor y manipulador del cuerpo femenino que no es capaz de entender por qué ellas lo utilizan como herramienta para desmontar la casa.
El arma de Mon Laferte ha sido útil, sin embargo, en muchos sentidos: ha llevado a un evento multitudinario un mensaje de socorro, su mensaje se ha difundido por todos los canales posibles, los canales han aprovechado para difundir y explicar a públicos poco acostumbrados a la narración de la actualidad qué es lo que está ocurriendo en Chile, y desde Chile y otros países latinoamericanos en los que el amo está machacando a sus ciudadanos, pertenezcan al género que pertenezcan, han usado a Mon Laferte como símbolo emancipador. La cara de la cantante, su pecho descubierto, ha sido versionado por cientos de artistas de distintos lugares del mundo, a través de su valentía al destaparse, el mensaje de que “En Chile torturan, violan y matan” ha llegado más lejos de lo que tal vez lo han hecho los ridículos minutos que nuestras televisiones han dedicado al problema. Su pecho, censurado en Instagram con dos florecillas de color rosa en lugar de sus pezones, ha demostrado la fuerza subversiva que todavía tiene el mismo. Pese a las burlas, pese a las constantes objetualizaciones —como la que muestra este tuit, de cuando a Mon Laferte la han querido convertir en heroína hentai—, su gesto ha ayudado a que el menaje de tantísimos cuerpos sufrientes chilenos reviente todos los titulares posibles: “En Chile torturan, violan y matan”.
Escribía Sharon Olds a propósito de su emancipación sexual: “que le jodan al padre”.
Con un pecho —metafórico– fuera mientras tecleo esto, yo añado: que le jodan al que se cree nuestro amo.