La semana pasada murieron en España diez trabajadores por accidentes laborales, pero solo hemos sabido de uno: Pedro Aunión, el artista que cayó fatalmente junto al escenario del Mad Cool Festival. Su muerte nos ha conmocionado como raramente nos afecta un accidente laboral. En parte por el perfil del fallecido, pero también por otra circunstancia excepcional: que hemos sabido de su muerte, lo hemos visto morir.
De los otros nueve que murieron esta semana yo al menos no había oído nada, y he tenido que bucear profundo en la prensa local para encontrar alguna referencia: un operario que instalaba gradas en otro festival en Valencia, un trabajador de 44 años en una empresa de forjas en Vizcaya, otro de 50 años atrapado por una máquina envasadora en Azpeitia, un obrero caído por un talud en las obras del puente de Rande (denunciadas por explotación laboral poco antes por el sindicato CIG), otro de 47 años electrocutado en una empresa de Manzanares, un hombre de 50 años aplastado por una carga de 700 kilos en una empresa de plásticos de Irún, otro de 38 años caído del tejado de una nave en Cartagena…
Con esos van siete, ocho contando a Pedro Aunión, y aún faltarán dos, tres o quizás más (la media el año pasado superó los diez por semana) de los que no sabremos nada porque quedaron gravemente heridos y morirán en los próximos días, o fallecieron por causas “naturales” y tardará en establecerse relación con su actividad laboral (los infartos y derrames cerebrales por estrés son ya un tercio del total de muertes). Por no hablar de los cientos de heridos, mutilados, incapacitados y con secuelas de por vida, que son aún más invisibles que los fallecidos.
Para que nos enteremos de un accidente laboral mortal, de uno solo, para que salga en los telediarios y ocupe minutos de conversación, ha hecho falta que el trabajador tenga nombre y rostro, sea artista, admirado y querido, caiga delante de cincuenta mil personas, quede grabado, fotografiado y difundido por redes sociales, se estrelle junto al escenario principal, y su muerte genere polémica sobre la actitud de los organizadores. Y aún así, su horrible muerte en directo no ha sido suficiente ni para suspender el festival (“show must go on”, dicen), ni para que se concentrase en protesta más de unas decenas de personas convocadas por la Unión Estatal de Sindicatos de Músicos, ni para abrir un debate sobre el aumento de la siniestralidad laboral, su relación con el deterioro del mercado laboral, los más de seiscientos trabajadores que murieron el año pasado, o la falta de regulación y la precarización brutal de los festivales de música, y en concreto del propio Mad Cool.
Sigo pensando que llegará un día en que nos avergonzaremos de la manera en que hemos naturalizado las muertes en el trabajo como un efecto colateral inevitable del sistema productivo, un tributo inevitable al desarrollo económico; llegará un día en que desarrollemos ante los trabajadores muertos la misma solidaridad e indignación que ya hemos logrado para otras víctimas. Pero para eso (y los medios debemos hacer autocrítica), tendríamos primero que ver a los trabajadores muertos, sin que haga falta una muerte espectacular con música de fondo.