Pedro Sánchez tiene razón: hay muchos hombres incomodados por el feminismo. Cómo no estarlo cuando un movimiento social estalla y apunta hasta lo más hondo, a tu identidad como hombre, a lo que creías normal, a lo que no dabas importancia, a tu manera de relacionarte con las mujeres, a tu forma de entenderte y de estar en el mundo. En lo que Pedro Sánchez se equivoca es en todo lo demás: en la manera de enunciar la frase, en la explicación, el relato, las causas y las soluciones.
Hay una inquietud antigua en el feminismo sobre ese 'qué hacer con los hombres'. Más recientemente, esa inquietud se ha convertido en un debate acerca de cómo conseguir, al mismo tiempo, interpelar y atraer a los varones a la causa, sobre todo en un momento en el que la extrema derecha está capitalizando el fenómeno de los 'hombres blancos cabreados'.
Hay diferentes planteamientos y casi todos llevan algo de razón. ¿No deberíamos 'ofrecer' algo a los hombres para que entiendan que esta transformación también les pertenece y es buena para ellos?, ¿no es ingenuo pensar que aunque los varones puedan 'ganar' con el cambio feminista necesariamente también pierden privilegios, puesto que el sistema actual se los concede?, ¿debemos contener el discurso por miedo a la ofensa?, ¿es productivo hablarles a los hombres siempre desde la 'culpa'?, ¿no es naif e injusto que los hombres piensen que las feministas les llevarán siempre amablemente de la mano y harán por ellos el trabajo que les corresponde?, ¿hay realmente una forma perfecta de hacerles partícipes, de incomodar -tal y como el feminismo nos incomoda a las mujeres- y de atraerles?
Sánchez habla de un “feminismo integrador” del que no da más detalles, pero parecería un eufemismo para no decir algo como “un feminismo que no incomode a mis amigos”. El debate sobre cómo abordar la masculinidad y la apelación a los hombres es necesario pero no está exento de riesgos. Uno de ellos es precisamente creer que puede haber un feminismo que señale el machismo y que no vaya a ser incómodo. Incomodamos cuando buscamos cambiar los usos y costumbres que nos hicieron creer normales, las estructuras que son así porque 'así fueron siempre', o los comportamientos con los que tantas veces se propasaron con nosotras porque no eran para tanto.
El feminismo incomoda porque hace ver que el machismo no es solo un enemigo externo, sino también interno. Si tenemos un problema es la dificultad para que los hombres reconozcan en sí mismos el machismo, para que entiendan que, más allá de estructuras y fenómenos, también ellos lo reproducen, en mayor o menor medida, también los hombres progresistas. Es perturbador, también para las mujeres. Comprender de qué manera los mandatos machistas acerca del amor, el cuerpo o la familia están instalados en una misma es solo el inicio de una pelea que no termina nunca.
Hay, sin duda, diferentes maneras de abordar la incomodidad y la perturbación que produce esa toma de conciencia y ese señalamiento feminista. Haríamos bien en combinar la crítica y la autocrítica con planteamientos productivos que admitan que cambiar no solo es deseable sino posible, para no encasillar a los hombres en compartimentos estancos de los que nunca es posible salir, al menos a veces, al menos en parte. Igual que podemos aprender a navegar contradicciones, incoherencias y conflictos. Lo que no podemos hacer es callarnos.
Aunque quizá el peligro más evidente con el que nos encontramos es el de caer en un relato que también parece estar detrás de las palabras de Sánchez, ese relato que asegura que el feminismo ha ido demasiado lejos, que las feministas se han pasado y, claro, de aquellos polvos estos lodos. El presidente del Gobierno alerta estos días sobre el peligro de la extrema derecha y de un Gobierno de coalición entre PP y Vox. Debería entonces entender que cualquier discurso que abone la idea de que el feminismo se ha excedido en sus planteamientos contribuye a ese relato ultra que busca, cuanto menos, orillarnos, y cuanto más, tirarnos a la basura.
Mientras los amigos de Pedro Sánchez se sienten interpelados por un discurso, hoy miles de mujeres salen a la calle a ver si hay suerte y no hay miradas, comentarios ni tocamientos que las incomoden. Otras tantas entran en sus empleos a sabiendas de que cobran menos que sus compañeros o de que nunca llegarán a ocupar el despacho con la misma facilidad que el hombre que se sienta a su lado, sino pagando, si acaso, un precio mucho más alto. Las empleadas domésticas y las camareras de piso que limpian nuestros hoteles seguirán tomando analgésicos para soportar la incomodidad que les producen sus jornadas laborales. Muchas madres temerán el momento de volver al curro después de sus permisos por maternidad. Y miles de mujeres seguirán sin denunciar la violencia machista que sufren por miedo o por culpa, o porque no saben si el sistema realmente las ayudará
Los amigos de Pedro Sánchez pueden hacer algo con su incomodidad: sentirla, pensarla, revisarla, compartirla con las mujeres de su entorno y escucharlas a ellas hablar sobre su propia incomodidad. Pedro Sánchez también puede hacer algo con la incomodidad de sus amigos y con la suya propia: articular un discurso que, en lugar de señalar acusatoriamente al feminismo y de convertir a Irene Montero en Yoko Ono, entienda que no hay cambio sin fricción y ponga sobre la mesa políticas bien concretas para, por ejemplo, abordar un cambio en la masculinidad. Eso sí que sería ocuparse de la incomodidad de sus amigos.