Lo más sorprendente de las críticas vertidas contra el presidente Sánchez por sus afirmaciones durante su visita a Israel es que nadie –Netanyahu aparte– le haya acusado de mentir o ser un mentiroso, imputación que siempre figura la primera en la habitualmente larga lista de gruesos cargos e indignas felonías. Tampoco le han llamado mentiroso al primer ministro belga, quien dijo lo mismo, con la ventaja de que, al parecer, Alexander De Croo no debe ser Hamás, a diferencia de Sánchez.
Dando por cierto que no nos hallamos ante un despiste de los siempre rigurosos críticos del sanchismo, no queda más remedio que asumir que nos encontramos ante un fenómeno excepcional y que, lejos de provocar la indignación del antisanchismo, debería moverles a la esperanza: Sánchez ha dicho una verdad; o mejor dicho, el presidente del Gobierno de España ha dicho una verdad; o para ser aún más precisos: el presidente de España ha dicho tres verdades: Israel tiene derecho a la legitima defensa frente al terrorismo de Hamás, lo que Netanyahu está haciendo en Gaza ni es legítima defensa ni es soportable y no habrá solución sin reconocimiento del Estado palestino –como estableció ya la ONU en 1947–.
Ninguna de estas tres afirmaciones ha sido rebatida por los fustigadores de la diplomacia sanchista en el Medio Oriente. Antes, al contrario, no parece descabellado asumir que encajan razonablemente en un consenso bastante mayoritario entre las españolas y los españoles. Los cargos contra Sánchez se centran, por tanto, en cuestionar la oportunidad de efectuar semejantes aseveraciones, el lugar elegido para hacerlo y las consecuencias de haberlo hecho.
La verdad acostumbra a ser inoportuna, es cierto. Pero parece bastante razonable asumir que, si lo que realmente se busca es que la tregua de cuatro días se convierta en definitiva, ahora –no dentro de tres, dos o un día– parece el momento justo para hacerle saber a Netanyahu, con claridad, que no cuenta con el respaldo unánime de la comunidad internacional para reiniciar su operación de exterminio contra los palestinos de Gaza.
En cuanto al lugar elegido, la crítica se podría sustentar si, el día anterior, no le hubiera dicho exactamente lo mismo a Netanyahu sentado frente a él. Hacerlo con luz y cámaras en el paso fronterizo de Rafah parece una manera proporcionada y bastante leal de transmitirle que no se trataba de un mensaje en una botella; es una política y no tiene vuelta atrás.
Respecto a las consecuencias, obviando argumentos churriguerescos como que vamos a perder el soporte vital del Mossad en la lucha contra el terrorismo, se trataría de preguntarse si realmente resulta más beneficioso para el interés de España y más soportable para nuestra conciencia protestar hipócritamente pero dejar ante la masacre diaria que se perpetra en Gaza, o aguantar que Netanyahu intente intimidarnos como un matón de patio de colegio llamando a su embajador y acusándonos de ser cómplices de los terroristas; ignorando que, en España, muchos ya estamos muy acostumbrados y ya no nos impresionan tales acusaciones. Parece un dilema moral, pero no lo es.