El pasado fin de semana, padres y niños que asistían al estreno de la película Garfield en un cine de León vieron otra película, de terror, sobre cómo se desencadena la rabia humana. El malhumorado gato quedó pronto retratado para decenas de niños como un ser de luz, en comparación con la violencia que vieron en directo.
Allí, en la sesión de tarde y según varios testimonios, un hombre amenazó y llegó a agarrar del cuello a su mujer, todo ello delante del hijo de ambos, además de tener luego una actitud violenta con quien quisiera interponerse en su camino. Tuvo la mala suerte de que esa persona que se interpuso en su camino fue un boxeador, que le dio una somanta de puñetazos mientras la mujer que grababa desde las filas traseras aprobaba la paliza con la cantinela “bien hecho, bien hecho, bien hecho”. El vídeo acabó en redes sociales.
El boxeador ha dado luego una explicación pública que explica también cómo funciona la violencia, un proceso por el que es difícil sentir empatía: “aguanté”, “mi mujer me cogió del brazo” y estaba “llorando”, pero el hombre “me estaba dejando en evidencia delante de todos con sus provocaciones y no me pude contener más”, dice tras pedir perdón y con gesto compungido, aunque esté admitiendo que cuando intervino no fue para frenar la agresión –algo comprensible incluso de agradecer– sino porque fue increpado insistentemente por el maltratador.
Así justificado, la violencia sería como una explosión incontrolable y ajena, pese a nuestros heroicos esfuerzos, lo cual nos aparcaría como víctimas inertes de nuestros propios cuerpos. Una erupción de ira involuntaria que no solo limitaría nuestra responsabilidad en los hechos que cometamos, sino que merece consuelo. La violencia para parar la violencia, como el uso de la dinamita para apagar el fuego cuando prende en los pozos petrolíferos.
Nunca he empatizado con el argumento del héroe violento, como tampoco con esa reiterada leyenda carcelaria que pretende dar categoría moral superior al asesino que apalea a un violador en la cárcel según las reglas no escritas que tienen las prisiones con los abusadores de mujeres o niños.
Hay quien, como la espectadora que grabó, cree que el hombre que acabó en el suelo después de pegar a su mujer se lo había ganado, y quien dice que fue a su vez víctima de un púgil fuera de sí que no intervino para parar la agresión, sino para resarcirse. Es difícil establecer una escalera ética cuando no hay más que barbarie.
No siento ninguna empatía por ninguno de los dos. Sí me acuerdo estos días del niño que vio cómo cogían a su madre por el cuello mientras se le aflojaba el cuerpo y de los que vieron a un padre, también el suyo, apretar los puños. Y de todos los que estaban viendo los dibujos de un gato al que le gusta la lasaña y saltaron, de un puñetazo, al mundo enfermo de algunos adultos.