Peor que jugar con fuego

La vida de los seres humanos descansa en “ficciones”. No en mentiras, sino en ficciones, es decir, en entes de razón inventados por nosotros mismos para hacer posible la convivencia. Porque, a diferencia de los demás individuos del reino animal que coexisten sin necesidad de tener que explicarse a sí mismos el porqué y el modo de su coexistencia, nosotros no podemos hacerlo. Los seres humanos tenemos que explicarnos a nosotros mismos el porqué y el modo de nuestra convivencia. Tenemos que justificar nuestra forma de organización social y política.

Lo hacemos a través de la Política y el Derecho, que definen el sistema de ficciones a través del cual los seres humanos hemos explicado y justificado nuestro sistema de convivencia. Es nuestra capacidad fabuladora, nuestra capacidad de inventar ficciones, lo que nos ha permitido transitar de la pura coexistencia animal a la convivencia humana. La Política y el Derecho es lo que nos constituye como seres humanos, lo que nos diferencia esencialmente de los demás individuos del reino animal.

La Política y el Derecho han sido necesarios siempre, pero lo han ido siendo cada vez más a medida que aumentaba el número de individuos que conviven y la extensión territorial del lugar en que se desarrollaba la convivencia. Nunca han sido tan necesarios como en el Estado contemporáneo. Y todavía lo están siendo y lo serán más en el mundo de la “globalización”.

Ahora bien, un sistema de ficciones tiene que ser creíble. Lo que ocurre en la convivencia tiene que corresponderse con el modelo que dicho sistema de ficciones define. Sin credibilidad, las ficciones se convierten en algo cuyo parecido con la realidad es pura coincidencia, como se nos advierte en los títulos de crédito de las películas. Y, en consecuencia, no sirven para explicar y justificar la convivencia.

El sistema de ficciones de la democracia descansa en la ficción de la igualdad, que se proyecta a través del principio de soberanía popular. El Estado se constituye mediante un contrato social, en el que todos los ciudadanos pactan las condiciones en las que van a ser titulares de derechos en condiciones de igualdad y cómo van a ordenarse los poderes del Estado con la finalidad de asegurar el ejercicio de tales derechos. Un Parlamento elegido por sufragio universal que expresa la “voluntad general”, un Gobierno elegido por el Parlamento que la ejecuta en términos generales y un poder judicial “únicamente sometido al imperio de la ley” que la aplica de manera individualizada.

El individuo titular de derechos en condiciones de igualdad y el individuo en cuanto ciudadano titular del derecho de sufragio es el alfa y omega de toda la construcción. La democracia es un sistema de autodirección política de la sociedad a través de representantes elegidos por los ciudadanos. La manifestación de voluntad de los ciudadanos tiene que ser vinculante para los representantes elegidos por ellos. Tienen la obligación de interpretar esa manifestación de voluntad y garantizar a partir de ella una fórmula de dirección política del país.

Si ese vínculo entre la manifestación de la voluntad a través del derecho de sufragio y su interpretación por el Parlamento, que es el único órgano directamente elegido por los ciudadanos, quiebra, el sistema de ficciones en que descansa la democracia pierde credibilidad. Esto es lo que significa la disolución por la incapacidad de investir a un presidente del Gobierno. Los representantes democráticamente elegidos se rebelan contra la manifestación de voluntad de los ciudadanos expresada a través del sufragio. Son incapaces de construir una fórmula de dirección política del país a partir del voto ciudadano. La autodirección política del país a través de representantes democráticamente elegidos deja de ser creíble.

Pienso que lo mejor sería que esa posibilidad no se contemplara siquiera en la Constitución. Pero es obvio que, cuando se contempla, se hace para que solamente se haga uso de ella de una manera completamente excepcional y no para que se la convierta en una opción de la que se dispone en el proceso de formación del Gobierno. Así ha sido en todas las democracias europeas después de la Segunda Guerra Mundial, que no han hecho uso ni una sola vez de la disolución por no investidura del presidente del Gobierno.

De esta tradición es de la que se está separando España. Es la credibilidad del sistema de ficciones construido a partir de la Transición, ella misma construida como ficción constituyente originaria del sistema político de 1978, la que se está poniendo en cuestión. Y sin credibilidad no hay sistema de ficciones que perviva. En las condiciones de meteorología política en que nos encontramos, la disolución anticipada es jugar con fuego. O peor todavía.