Nosotros, las personas
Fodechinchos en Galicia, papardos en Cantabria, godos en Canarias, guiris en España. La lengua es rica en denominaciones para referirse al forastero, muchas veces con una connotación cómica, crítica o despectiva.
En Lingüística se llaman exónimos a los términos que usa una comunidad de hablantes para denominar a otro grupo que considera ajeno o foráneo. El opuesto a exónimo es endónimo, es decir, el término que utiliza un grupo humano para referirse a sí mismo, a su lengua o al territorio que habita. Alemania, Germany o Niemcy son respectivamente exónimos en español, inglés o polaco de lo que los alemanes llaman Deutschland, que es su endónimo. Ceilán y Sri Lanka, Birmania y Myanmar: muchos de los dobletes que encontramos en la toponimia global son en realidad producto del choque entre la denominación local y la forastera, es decir, entre un endónimo y un exónimo.
Buena parte de los nombres con los que conocemos a pueblos, países o localidades son exónimos de origen. La palabra “apache” significaba “enemigo”, que es el nombre con el que el pueblo zuñi denominaba a sus vecinos y que los colonizadores españoles tomaron prestado. Algunos de los términos que sirven para denominar al forastero hacen referencia precisamente a su incapacidad para hablar la lengua propia. El término “bereber” es la adaptación en árabe de la palabra griega “bárbaro”, que es como los griegos denominaban a todo aquel que no hablaba su lengua. En euskera tienen una palabra, “erdaldun”, para referirse a quien no habla vasco y que se opone a “euskaldun”, el que sí lo habla.
Los endónimos, por el contrario, son los términos que aluden a un lugar o a un grupo y que han sido acuñados dentro de la propia comunidad. Es decir, es la denominación que los integrantes de un grupo usan para referirse a sí mismos. Muchas de las denominaciones endónimas significan simplemente “las personas” o incluso “los hombres buenos”, en contraposición a quienes no forman parte de la comunidad. La alternativa autóctona con la que los apaches se denominaban a sí mismos es “Indé”, que significa simplemente “la gente”. La versión endónima de bereber es “amazig”, literalmente, “los hombres libres”.
Algo parecido ocurre con las lenguas: los endónimos para llamar al idioma propio (esto es, los autoglotónimos) tienden a significar simplemente “la lengua”: el quechua y el mapuche son autoglotónimos que significan en cada uno de estos idiomas la “lengua de los hombres”. “Guaraní” es “el habla de la tierra”. Y en náhuatl, la propia palabra “náhuatl” significa “sonido agradable”. Esta tendencia a considerar que el idioma que nos es propio es el bueno y a atribuirle cualidades morales superiores a las de los demás también resuena en el término castellano “algarabía”, que en origen se usaba para referirse a la lengua árabe y que hoy usamos para aludir a un griterío sin pies ni cabeza. La lengua que consideramos universal por defecto es siempre la nuestra y la de los demás nos parecen balbuceos ininteligibles.
Existe una cierta disputa entre quienes defienden que los exónimos que usamos para referirnos a pueblos, lenguas o países deben ser sustituidos progresivamente por las denominaciones locales endónimas y quienes abogan por mantener el uso de exónimos tradicionales. Quienes se oponen al uso de exónimos argumentan que los exónimos suelen tener un origen colonial o despectivo y que no respetan la denominación que los pueblos se han dado a sí mismos. Quienes abogan por mantener los exónimos tradicionales responden que las denominaciones locales son muchas veces desconocidas en comparación con sus equivalentes exónimos (que suelen estar bien asentados y gozar de arraigo) y que la escritura o pronunciación originales de los endónimos pueden resultar ajenos y problemáticos para los no nativos. Así, el exónimo “esquimal” (originalmente, “comedor de carne cruda”) ha ido cayendo en desuso en algunos ámbitos frente al endónimo “inuit” (“los hombres”), o el exónimo “lapón” frente a “sami”.
La polémica sobre si se debe usar la denominación endónima o la exónima para referirse oficialmente a un lugar aflora de manera constante en la conversación pública. Recientemente hemos visto cómo en algunos medios la capital de Ucrania ha pasado de escribirse “Kiev” a preferirse la forma “Kyiv” para priorizar el endónimo ucraniano frente a la denominación rusa. Y a cada poco reflota el debate sobre cuál es la escritura y la pronunciación adecuadas de lugares con doble denominación como Girona/Gerona o Sanxenxo/Sangenjo, debate que también vemos reflejado en las tachaduras de la señalética de las carreteras que indican localidades con denominaciones autóctonas (Xixón, Llión).
Lejos de ser un asunto baladí o un debate peregrino entre especialistas, la cuestión sobre el uso de endónimos y exónimos apunta a una pregunta fundamental de la vida en sociedad: sobre qué aspectos construimos las nociones de identidad colectiva y a quiénes incluimos cuando hablamos de “nosotros”.
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