Josep Pla no siempre fue un bicho. Hasta su exilio, en la dictadura de Primo, fue un crack. Un tipo con la sensualidad resuelta, a años luz del meapilas noucentista tipo, endémico en Catalunya, ese paradigma de intelectual que, en el trance de hacer pipí, salía de la ducha. Pla tenía un amplio abanico de trucos y nuevos puntos de vista para describir una mayor realidad de la esperada. Fue, de hecho, el primer periodista europeo en codificar el fascismo. Cubrió la Marcha sobre Roma, y allí describió algo nuevo y que no tenía nada que ver ni con el socialismo, ni con la democracia liberal. Su descripción de la cosa fue tan ágil que, en fin, fue expulsado con agilidad de Italia, país al que sólo pudo volver cuando él también entró a formar parte del fascismo que había descrito.
La originalidad, también estilística, de Pla es, en esta época fundacional, apabullante. Gabriel Ferrater –ignoro por qué Ferrater no existe en España; ignoro más aún por qué tampoco, snif, existe en Catalunya; humm, posiblemente tenga algo que ver con aquello del pipí y la ducha que les comentaba–, describe a Pla como único autor catalán que, en tanto que pagès, era poseedor de una cultura transmitida –la transmisión de la cultura es el gran qué, no resuelto ni en España ni en Catalunya–. Anyway. El Pla periodista y escritor chachi finaliza con su exilio, en 1931, fecha en la que ya es un asalariado de Cambó. Y eso se convierte en su límite para todo.
De su obra posterior, personalmente creo que, a lo bruto, sólo brillan dos piezas. Descomunales. Cadaqués, en la inmediata postguerra, un testamento colosal –por utilizar un adjetivo planiano– de una cultura catalana en serio peligro de extinción –extinción a la que Pla, por cierto, colaboró vehementemente, con todas las letras–. Y El que hem menjat, un compendio extrañísimo de la cocina empordanesa, redactado desde la lógica del placer y de su pérdida. Es decir, desde la vejez, esa XXXX pinchada en un palo.
Como metáfora de su obra periodística política posterior a la guerra, ahí brilla, con luz propia, su último artículo en Destino, el medio que le salvó la vida y que le hizo posible una renovación con varias generaciones de lectores. El artículo, una joya skin-head, versa sobre la Revolución de los Claveles. Es, literalmente, un manifiesto antidemocrático y en contra de cualquier cambio en Portugal. Y, claro, en España, en Catalunya o en Lima. El dueño de la revista le echó a la calle por el procedimiento de urgencia, escandalizado. Ese tipo, por cierto, era Jordi Pujol.
Pla odiaba a Pujol. Por echarle a la calle. Pero también por algo anterior. Y posterior. Es decir, por algo esencial. Pla, depositario de la Lliga, depositario del pacto entre Lliga y franquismo, y poseedor de una mentalidad original y rural –codificada, lo dicho, por Ferrater–, veía en Pujol a un traidor, un preciosismo innecesario. Me explico. Pla, pagès, era un hombre fiel. Fue fiel a Cambó, que le alimentó en sus duros días de exilio. Fue fiel a Cambó en cruzada personal contra la República. Y cuando Cambó lanzó a sus usuarios la orden de adherirse al bando fascista sin rodeos, Pla le fue fiel y lo hizo. Y fue fiel a Franco el resto de su vida. O, más correctamente, le estuvo muy agradecido desde entonces.
La razón: Pla sabía que el catalanismo conservador posterior a la guerra –y al que, en líneas generales, no le fue nada mal la vida–, provenía de la guerra. Provenía del exterminio –no hay otra palabra– de los catalanismos de izquierdas, variados, contradictorios e integrados por ERC –su programa catalanista de izquierdas de 1931 era las antípodas de la Lliga: República, autogobierno, impago de la deuda de la Expo del 29, y una prestación económica a los parados; en lo que tal vez es un dato sobre el ADN de ERC, glups, sólo cumplió los dos primeros puntos–, por el PSUC –que consiguió, in the time, que Catalunya fuera topos en la III Internacional–, por el POUM –partido que llegó a emitir referencias, incluso, indepes- y, en cierta medida, vía Peiró y su apuesta y defensa del catalán, por la CNT, algo más que un sindicato que, por otra parte, nunca se descartó a sí misma la sospecha de ser una organización netamente catalana.
Pla sabía, como Vicens Vives, que en Catalunya no se había producido tanto una Guerra Civil como una Revolución, en la que la economía había funcionado sin su empresariado. Y muy bien, sin pérdidas, con efectividad, practicando el reparto de la riqueza y la creación de bienestar –jubilación, acceso a la sanidad y a la educación, vacaciones–, y con una modernización del parque industrial que dejó haciendo chiribitas a los propietarios cuando volvieron, con todo un Ejército, a por lo suyo.
Pla sabía que Franco había devuelto Catalunya a sus legítimos propietarios. De hecho muestra su agradecimiento instantáneo en Retorno de un catalán sentimental a Gerona, artículo gore publicado en La Vanguardia en febrero del 39, una descripción de su vuelta a la Girona recién ocupada, en el coche de un matrimonio de vencedores, hasta hace poco también exiliado en Burgos. En el artículo queda patente qué es Catalunya –son ellos–, y qué no es Catalunya.
No lo eran los catalanismos que habían incorporado extranjerismos inaplicables –es decir, los catalanismos democráticos de izquierdas–, no lo era tampoco la horda de murcianos salvajes, invasores y anarquistas –desde los años 20, la Lliga y sus medios defendían que el anarquismo, la tradición política local más antigua en Catalunya, era cosa de inmigrantes incultos y equipados de serie con pistola–. Ese mes y ese mismo diario son muy prolijos en artículos de chicos de la Lliga, aún más violentos que el de Pla, en los que se saluda, sin grandes problemas éticos o intelectuales, a la nueva (tercera) vía imperial. Como La Falsa Ruta, de Fernando –antes, Ferran– Valls i Taberner, un clásico en el que se une catalanismo a izquierdas, izquierdas a horda, y Franco a civilización. Y mi favorito, el Finis Cataloniae, de Carlos –artista anteriormente conocido como Carles, nombre que recupera en 1977– Sentís, en el que contrapone la Catalunya que había construido una revolución, a la Catalunya que refunda Franco, que no es otra que, va y suelta, “la Cataluña real, que diría, vuestro y nuestro caro Charles Maurras”, ese fascista francés que, cuando Francia volvió a ser real, fue directamente a la trena bajo la lógica republicana y democrática, como hubieran ido ellos.
Pla, en fin, creía que había que reconocer a Franco por el favor. Pujol, pues no. No era franquista. En absoluto. En su reformulación del catalanismo conservador –no refundó la Lliga, sino que fundó un partido nuevo–, omitía la Lliga y su legado, y no reconocía al franquismo, sino que se le condenaba. Sinceramente. Lo suyo era catalanismo democrático. Pero, y aquí viene el caso de la cosa, con el mismo interés de Pla, Valls i Taberner, Sentís y tantos otros nombres de la Lliga y más allá, en eliminar del corpus del catalanismo el periodo 1931-39. Ahora –yupi–, no de forma física. La historia de esa desaparición en democracia de lo que anteriormente se hizo desaparecer en dictadura es, de hecho y básicamente, la historia de la cultura catalana en los últimos 35 años. Es la Cultura de la Transición en Catalunya. El catalanismo, en ese sentido, ha cumplido el rol de la palabra Democracia en España. Ha supuesto una palabra incuestionable, positiva, que se ha monopolizado e instrumentalizado desde el poder. Y se ha depurado y acotado increíblemente.
Bueno. Este periplo hasta Pujol y su obra utilizando como punto de partida a Pla, viene al caso del caso Pujol. El primer president de la Generalitat restaurada, una de las dos únicas instituciones republicanas que adoptó el Régimen del 78, ha reconocido un comportamiento económico ilegal desde 1980, el año en que accedió al cargo. Está aún por ver –todo apunta a que, en todo caso, se verá muy rápido–, si el dinero depositado en cuentas extranjeras no declaradas es la consecuencia de una herencia o es el fruto de un expolio a la sociedad, continuado, realizado en familia y con la ayuda de un partido y un proto-Estado –algo, por otra parte, no muy original ni exclusivo, si atendemos a los casos Bárcenas, Nóos, ERE o Ferrovial, que ilustran el funcionamiento íntimo del Régimen–.
Las consecuencias políticas, sin duda repercutirán en un mayor descrédito del Régimen, seriamente tocado ya. Pero las consecuencias culturales de todo ello son incalculables. Suponen, si no la bancarrota del catalanismo conservador –que, como les he apuntado brevemente, ha acaparado en 35 + 34 años la semántica del término–, sí una desautorización inusitada y de repercusiones severas.
Ese catalanismo, hegemónico, patriota, sin preocupación social salvo en crear la cohesión social, antes que en leyes, en bienestar y derechos, en una idea de patria, está más herido de lo que puede, siquiera, calcular. No ha supuesto dinámicas éticas diferenciadas de la política española. No ha contradicho la tendencia generaliza, iniciada en 1939 y no contradicha en democracia, de considerar el Estado como un botín de guerra. En su sabiduría brutal, cruel y efectiva, Pla habría opinado –habría seguido opinando, vamos– que, para ese viaje sin desplazamiento, no eran necesarias alforjas que ya se poseían, y que fueron facilitadas en su día por personas a quien él debía tanto agradecimiento.