Enrique Ossorio se giró ligeramente hacia su espalda, y buscó tras de sí, como quien busca una moneda que ha salido rodando calle abajo, dónde estarían metidos los pobres de la Comunidad de Madrid. Ossorio miró al suelo porque claro, los pobres viven a ras del mismo, con carteles de cartón, sacos de dormir y algún plástico para taparse de la lluvia.
Quizá no pensó Ossorio, mientras cuestionaba un informe de Cáritas, que muchos pobres de la Comunidad de Madrid, como muchos pobres de España, comparten piso de alquiler, algunos también habitación. Muchos pobres tienen firmado un contrato de trabajo, muchos incluso compaginan varios empleos, otra forma evidente y desgraciada de medir la pobreza en España: a más trabajos, normalmente más pobreza (cuando lo lógico sería lo contrario). Otros trabajan pero sólo lo consiguen hacer a tiempo parcial, especialmente ellas, un 22,8% de las trabajadoras, concretamente. Otros hacen jornadas de diez horas por el salario mínimo. O muchos otros son pobres porque, aunque no lo sean individualmente, en su unidad de convivencia hay más personas y ningún otro ingreso (desempleados, niños, ancianos), lo que provoca que en el hogar exista una situación de pobreza real.
Mientras Ossorio miraba al suelo buscando personas en riesgo de exclusión social, que esperemos que haya encontrado algo a estas alturas, Alberto Nuñéz Feijóo decía en un mitin en Valladolid que “no creo en personas superiores a los demás, no creo que han de tener más derechos los que tienen más, pero tampoco creo que se les debe señalar en la calle por haber trabajado más. No lo creo”. Feijóo venía a asociar el tener más con trabajar más, llenarse el bolsillo y la casilla de titularidad de inmuebles por quedarse más horas dando el callo en una empresa y llevarse la banda puesta de empleado del mes. Pero lo cierto es que no puedes cosechar beneficios acorde con tus esfuerzos si no partes de un nivel básico de recursos. Lo cierto es que el sistema está trucado y la movilidad ascendente es, a menudo, una quimera. Lo cierto es que cuesta bastante más encontrar la meritocracia que a los pobres en España.
Hace un par de meses conocíamos un estudio del Banco de España –institución tal vez tan sospechosa de realizar informes sesgados como Cáritas– llamado 'Desigualdad y bienestar psicológico en tiempos de Covid-19: evidencias de España' que concluía que los hogares en el quintil más rico –entre 4.050 y 24.000 euros de ingresos mensuales– perdieron el 6,8% de sus ingresos a mayo de 2020, mientras que la caída de los ingresos de los quintiles más pobres –entre 0 y 1.260 euros de ingresos mensuales– fue del 27%. También fueron diferentes las razones de pérdida de bienestar: las personas más ricas estuvieron más preocupadas por la pérdida de contacto con sus seres queridos, mientras que las personas de bajos ingresos mencionaban la pérdida de ingresos y de empleo como un motivo clave de su deterioro emocional.
La realidad es como ese cuentito, esa ficción en la que Julio Cortázar enseña cómo subir unas escaleras: los primeros peldaños siempre cuestan más, pero superados los riesgos de adquirir una correcta coordinación y movilidad, si te encuentras en peldaños superiores, el ascenso resulta siempre más rápido.
Cuando se habla de los pobres como alguien que encuentras o buscas en la calle, y no alguien que encuentras trabajando en una fábrica, o limpiando una casa, o saliendo de la universidad con un título universitario, o en el campo, o en el mar, o en un call center, se demuestra que la pobreza también es una elección política: la de ignorarla o combatirla.