Con independencia de la sintonía que inequívocamente el fenómeno Podemos ha logrado establecer con un electorado tan amplio como variopinto, reacciones de distinta procedencia exhiben desde hace meses una pasmosa unanimidad al insistir en que el éxito cosechado en las pasadas elecciones europeas y la actual estimación de intención de voto, lejos de representar ninguna novedad o anunciar una regeneración del sistema, merece clasificarse dentro de alguna de las variantes del populismo, un viejo conocido para la experimentada ciudadanía de nuestro continente. Uno de los expedientes más antiguos mediante los que un pueblo se engaña a sí mismo, refugiándose en una cómoda minoría de edad. Ya saben, esa conducta pretendidamente política que manipula a su antojo la voluntad colectiva al alimentar a la población con quimeras demagógicas y cuya potencia retórica está íntimamente relacionada con su capacidad para desdibujar los límites entre lo hacedero y lo imposible. A la vista del patente consenso reflejado por las columnas de opinión de buena parte de la prensa del país —como una inesperada armonía preestablecida sospechosamente coincidente con los límites de lo que se nos dice que es nuestro margen de decisión—, yo diría que Podemos “ha tocado hueso”. No se trata del “hueso” de la política a la que una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes aspira, sino que remite más bien a la oligarquía de partidos que nos ha conducido a la situación presente —el célebre bipartidismo, periclitado en sus capacidades, pero bien asentado en su presunta legitimidad y derechos adquiridos—, esto es, el “hueso” del mejorable escenario institucional que desde la llamada Transición ha determinado las reglas de la esfera pública y del juego político en este país. Hablamos de un orden al que algunos querrían hacer pasar más por natural que por político, a la vista de que durante estos casi 40 años se ha rehuido tanto someter su génesis empírica a ninguna exploración como proceder a una saludable revisión de los pactos y compromisos alcanzados entonces. Se ha pretendido convertir a la continuidad en un valor indiscutible en sí mismo –no se fuera a hacer de la Transición un proceso interminable–, superior a cualquier espíritu de reforma, aun al precio de aceptar lo insostenible. Algo propio de una política de lo peor. Y es que lo inescrutable del origen del poder supremo, de la misma soberanía, no debe confundirse con abandonar la necesaria y trabajosa criba entre la legitimidad política y sus dobles fraudulentos. En esas, Podemos irrumpe en el panorama político. Y el análisis del fenómeno ofrecido por un buen número de profesos en filosofía y teóricos de las ciencias sociales evidencia una creciente fobia a esta novedad política. A algunos nos parece que más habría que temer de la coyuntura presente.
El poder que resuena en el mismo término Podemos no reclama una normalidad de alcance subjetivo o espiritual, cuya búsqueda recaiga en la responsabilidad de cada cual, esto es, en su capacidad para contarse a uno mismo historias que le vuelvan más soportable la existencia, sino a un estado de normalidad bastante más objetivo, que sencillamente emerge cuando las leyes se respetan y cumplen –sin prebendas– por y para la totalidad de la ciudadanía. ¿Desde cuándo reclamar y tutelar por el cumplimiento de la legalidad vigente debe asociarse con la conmoción del orden político o el desprecio de la representación parlamentaria? ¿No será más bien que nuestra eutanasia política ha narcotizado ya a muchos, incluso a algunas nuestras mejores cabezas, hasta el punto de preconizar la total ausencia de cambio y demonizar cualquier intervención efectiva sobre la realidad que nos rodea? ¿Hasta el punto de denominar salud política al cómodo silencio de todo órgano social, con independencia de la enfermedad que éste padezca o de la presión a que esté sometido? ¿Debemos tener miedo de retomar una normalidad que nos ha sido arrebatada y sin la que nuestra vida carece de dignidad? La apuesta de Podemos ha consistido en señalar –en recordar más bien, como ocurre con todas las buenas ideas– que el eclipse de la ley por el orden, por muy imponente, atractivo e incluso natural que este parezca, desemboca –para nosotros es ya un hecho– en un contexto simplemente insostenible e intolerable para la dignidad del individuo. Es menester resistir a la seguridad con que se argumenta a base de un prontuario repleto de expresiones como “cuando la flecha está en el arco, tiene que partir”. Recordemos la denuncia dirigida por Rafael Sánchez Ferlosio a la falacia contenida en el soberbio dicho, versión china de nuestro castizo “es lo que hay”, ya formulada por el rabí Dom Sem Tob como “si no es lo que yo quiero, quiera yo lo que es”.
Por cierto, en la carta, tan recordada estos días, dirigida a Ludwig Kugelmann, en que Karl Marx sostiene que los revolucionarios de la Comuna parisina se encontraban prestos al asalto de los cielos –der Sturm des Himmels–, como los Titanes enardecidos por el espíritu a los que cantara Friedrich Hölderlin, se distingue a los primeros precisamente de los dóciles “siervos del cielo del Sacro Imperio romano germánico-prusiano”, cuyas “mascaradas antediluvianas” huelen sobre todo a filisteísmo. Un dique contra el pensamiento que siempre está al acecho. Es fácil caer en sus trampas, a las que se ajusta bien la definición que Nabokov diera del término en su Curso de literatura rusa: “Filisteo es la persona adulta de intereses materiales y vulgares, y de mentalidad formada en ideas corrientes y los ideales convencionales de su grupo y su época”. Filisteo es quien vende su capacidad de juzgar a cambio de la mezquina protección de ideologías que lo justifican todo por medio de una normatividad anclada en la recurrencia, que está preparado para todo menos la novedad, lo imprevisible, la sorpresa de lo espontáneo, como si tales instancias abrieran una falla en el mundo por la que nunca comparece la salvación, sino implacablemente la perdición. Todas las épocas de crisis las abren los filisteos, siempre hombres de su tiempo. Frente a ellos, cuando escucho a los responsables de Podemos, percibo la reivindicación de un modo de pensar y actuar displicente con los chantajes y cadenas del presente. No veo en nombre de qué ideal político debería dejar de apoyarles con mi voto.