“Necesitamos cuadros comunistas”. Esto decía Pablo Iglesias según Anguita hace unos días. Podría ser una afirmación de los primeros años veinte, cuando los comunistas, principalmente en Italia y Alemania, pujaban por consolidarse en el marco de la ola revolucionaria que siguió al '17 y al final de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, se refiere a Podemos, ese partido que no es exactamente un partido: una organización todavía no consolidada que hoy se presenta como vector electoral del cambio.
Volver a los clásicos es un recurso en situaciones excepcionales, sobre todo cuando estos atravesaron y pensaron en coyunturas igualmente anómalas. Decía Gramsci –escribía, más bien, en las penosas condiciones de las cárceles de Mussolini– que un partido, al menos uno verdadero, es solo aquel que tiene carácter “orgánico”. Ponía así el acento en algo que todos conocemos desde el 15M: la pluralidad partidaria de las democracias modernas –como el bipartidismo español PP-PSOE, o su variante nacional PSC-CiU– puede no ser más que una mera apariencia basada en diferencias marginales entre componentes de las mismas élites. Para Gramsci, sin duda, no hay más partidos que los que se definen en torno a los distintos modelos de Estado (o sociedad) en liza, así como por los grupos o alianzas sociales que representan y de los que en definitiva son su expresión política organizada. En palabras de Anguita hablando por Pablo, el horizonte de Podemos no es otro que la construcción de un “partido orgánico”, el partido de la democracia; una alternativa al régimen lo suficientemente sólida como para no quebrar en el inevitable choque de la regeneración y el recambio de élites. Por eso aquello de los “cuadros” y por eso que estos sean “comunistas”.
Decía también Gramsci –perdón, escribía en la cárcel– que el partido no coincide exactamente con la maquinaria político-electoral que habitualmente llamamos “partido”. Sus perfiles son mucho más amplios y, en caso de que se tenga opciones de victoria, su trabajo debería estar alcanzar hasta en el último rincón de la sociedad. Son célebres sus párrafos en torno al “intelectual orgánico”, que para el comunista italiano no es simplemente el intelectual teórico, sino el “organizador de base”: el líder local, el sindicalista, el periodista, el técnico comunista. O en otras palabras, todos esos cuadros –¿comunistas?, ¿democráticos?–que, gracias a su trabajo, más bien lento y penoso, conquistan las parcelas de autonomía y contrapoder, que para Gramsci acababan sumándose para construir ese efecto, hoy tan manido, de la “hegemonía”.
Puede que todo esto parezca hoy un debate político demasiado viejo y abstracto, pero es probablemente el gran debate de Podemos y de todos aquellos interesados por un cambio que no sea meramente superficial. Lo que garantiza la construcción de un “partido orgánico”, y no de una mera “máquina electoral”, reside en que nos prepara para los tiempos ya no tan cortos (reducidos a la clave electoral) del ciclo político. Aun cuando la aventura de Podemos acabe en el gobierno –que en ese caso será seguramente de coalición– tendrá que contar con una organización plural, extensa y compleja, tal y como muestra Syriza. Y esto no sólo para gobernar, teniendo además en cuenta que el poder del gobierno será sólo uno en equilibrio entre muchos otros –la Unión Europea, las grandes entidades financieras españolas, la sociedad civil del régimen o el propio Estado y todas sus inercias– sino también, y sobre todo, para sostener políticas de cambio, que sin apoyo social o el trabajo de una organización extensa y molecular, acabará por ceder a las demandas de esos otros poderes.
En estos días se eligen los Consejos Ciudadanos de las Comunidades Autónomas. Desgraciadamente, el método de selección, por medio de listas completas y voto aprobatorio, ofrece un escaso margen para la construcción de esos Consejos Ciudadanos plurales y complejos, que requiere la constitución de un partido orgánico. No al menos, si la lista que resulta mayoritaria no contiene ya elementos suficientes para representar a las minorías activas (los cuadros) de cada Comunidad Autónoma, que pueden avanzar en la construcción del partido. Este puede ser el caso de la lista És Clar Que Podem, que avala Pablo Iglesias, en Catalunya, una lista en donde existe una representación amplia de los segmentos comprometidos con la ruptura política que Podemos quiere movilizar.
En otros lugares, sin embargo, han sido las listas que compiten con las de Pablo, las que han hecho un mayor esfuerzo por incorporar a los elementos que pueden ser embrión del “partido orgánico”. Es el caso de Madrid y de la lista Podemos Ganar Madrid, liderada por Miguel Urban, presidida fundamentalmente por “cuadros” y caracterizada por la pluralidad y complejidad de los mismos. La componen cuatro pesos pesados (Jorge Riechmann, Jaime Pastor, el doctor Montes y Fernando Luengo), que representan lo mejor de la experiencia política heredada, sin la cual habrá poca innovación sustantiva, además de que por edad y por posición profesional apenas se les pueda reconocer más ambición que la de querer contribuir al proceso; media docena de activistas de los movimientos sociales en ámbitos tan diversos como la inmigración o la cultura; y una nutrida representación de muchos círculos de la Comunidad de Madrid, elegidos a puerta abierta y en procesos participativos locales. Sería absurdo afirmar que la lista oponente, Claro que Podemos, encabezada por Luis Alegre, carece de valores, algunos –como Pablo Padilla o Emilio Delgado, por citar algunos– destacan por su capacidad reconocida de pensar y organizarse en clave “orgánica”. Desgraciadamente el sistema previsto de primarias arruinará los esfuerzos de la lista perdedora: una pérdida de cuadros y de energías gratuita y absurda.
Sea como fuere, lo decía Pablo por boca de Anguita “necesitamos cuadros comunistas”. Paradójicamente, esto a veces puede significar votar por su opción “Claro que Podemos”, y en otras todo lo contrario.