—Hola, ¿me escuchas?
—Sí, hija, te escucho. ¿Estás viendo? Yo llegué a casa y ya estoy aquí sentada frente al televisor viendo la transmisión.
—Jumm, yo estoy en esas desde hace como dos horas, mami (risas)
—Estoy impresionada con la multitud de gente. Nunca vi nada igual, esa plaza abarrotada de gente celebrando. ¿Viste que hay una silleta (arreglo floral típico de la zona antioqueña, que se expone en la célebre Feria de las Flores de Medellín) en honor a cada región del país?
—Sí, están hermosas. Y ¿qué me dices de la guardia indígena haciendo calle de honor al presidente?
Así empezaba el domingo a las dos de la tarde de España una conversación telefónica con mi madre. Ella en Colombia y yo en Madrid. Como nosotras, millones de colombianas y colombianos allá y regadas/os por el mundo, pendientes de lo que estaba siendo la posesión presidencial de Gustavo Petro y Francia Márquez. De pronto, estábamos frente a un gran evento de esos que reúnen a todo el mundo en casa o que les hacen conectarse desde donde estén. Como cuando Katherine Ibargüen (atleta) y Mariana Pajón (bicicrosista) compitieron en los Olímpicos de 2016 y ganaron cada una la medalla de oro para Colombia. O como cuando la selección colombiana fue al mundial de fútbol en 2014 y quedó en cuartos de final. Pero esta vez se trataba de una posesión presidencial. ¡Increíble! La Colombia que había perdido totalmente la fe en los políticos estaba absolutamente emocionada y conmovida porque uno se investía del poder para ser su presidente durante cuatro años.
Ustedes ya saben que el Gobierno de Petro y de Francia viene a ser el primero de corte progresista en la historia de Colombia. Pero ¿por qué nos conmueve tanto? ¿Por qué de pronto todas/os nos sorprendimos llorando en algún momento de esa transmisión de mando? ¿Qué pasa que de pronto un acto político nos hace sentir felicidad y esperanza? Les quiero responder estas preguntas desde mi experiencia como colombiana, pero –además– como víctima del conflicto armado. Un hecho que, aunque siempre me acompaña y me va a acompañar en la vida, pocas veces lo enuncio –ahora soy consciente de ello–.
Este nuevo Gobierno genera una sensación de identificación, de la urgencia de recoger las voces silenciadas, las pieles ninguneadas y criminalizadas, los lugares olvidados, la gente que nunca había existido para el Estado. Pero este Gobierno reconoce también el dolor. La sociedad colombiana ha soportado unos niveles de dolor inimaginables en medio de masacres, desplazamientos, secuestros, torturas, violencia sexual, etc. El informe final de la Comisión de la Verdad reveló que en medio del conflicto hubo casi 500.000 personas asesinadas y en total cerca de 8 millones de víctimas. Un dolor que por muchos años naturalizamos, aprendimos a vivir con ello y tirar para adelante porque era lo que nos quedaba.
Todo esto se ha quedado en cicatrices y traumas emocionales colectivos; esos que deja la violencia y que se activan de pronto, sin que seamos conscientes de ello y que se pueden manifestar en cosas aparentemente inofensivas e irrelevantes. Por ejemplo, el temor que nos produce el sonido de una moto de alto cilindraje que pasa cerca (donde se solían movilizar los sicarios) o el sonido de una explosión (que bien puede ser de juegos pirotécnicos) que nos remite inmediatamente a pensar en disparos o en bombas. O algo tan simple como ver una bolsa o un paquete abandonado en la calle; que puede ser incluso una bolsa de basura, pero que nos puede resultar sospechoso porque así se solían dejar muchas cargas explosivas en las ciudades. Traumas que devienen de experiencias que en algún momento vimos por televisión, escuchamos o vivimos. Yo, por ejemplo, recuerdo ver en mi colegio a compañeritas que llegaron con esquirlas en la cara y heridas en su cuerpo, producto de una bomba que habían puesto el fin de semana en su calle. O en otra ocasión, tener que meterme debajo de la cama siendo una niña porque cerca de mi casa grupos armados estaban tomando la cárcel del pueblo. Esto solo por mencionarles algo.
Muchos en medio del júbilo y la celebración en esa transmisión de mando, al menos en algún momento –desde que supimos que Petro era el nuevo presidente–, pensamos en que podían matarlo. Podrán pensar que exagero, pero les aseguro que en un país donde el aniquilamiento físico de la izquierda ha sido una lamentable constante y donde el asesinato de excombatientes que acordaron la paz y de quienes defienden los derechos humanos sigue dándose cada día; pensar en que pueden matar también al primer líder de izquierda que ha llegado al poder es casi un pensamiento inevitable.
Por eso, ese momento en que el presidente del Congreso llama a la senadora María José Pizarro para que sea ella quien le ponga la banda presidencial a Gustavo Petro fue tan conmovedor. María José es hija de Carlos Pizarro, el máximo comandante del grupo guerrillero M-19 (en donde militó Petro), quien tras dejar las armas y firmar el acuerdo de paz con el Gobierno, siendo candidato presidencial, fue asesinado en 1990. María José no solo se representaba a sí misma en ese momento, sino también a cada una de las personas que hemos perdido a alguien en ese absurdo conflicto. En mi caso, al igual que ella, perdí a mi padre en un atentado que por muy poco también se lleva a mi madre. Para María José era poder entregarle a Petro el legado de su papá, de lo que él habría hecho si no le hubiesen asesinado. Para nosotros, era entregarle también nuestro deseo de cerrar esta historia de dolor por fin.
Todo esto me ha hecho pensar en cómo a veces olvidamos la relación innegable entre la memoria y la política y nos descubrimos ahí hechas un mar de lágrimas por algo que en principio es un trámite formal, pero que en verdad viene representando más que eso. La política puede construir o enterrar la memoria y con ello puede ayudar a sanar o a perpetuar el dolor. La posesión de Petro y Francia nos recordó que cada acto institucional, por irrelevante que parezca, está lleno de poder y valor simbólico y que este debe servir para ponerse a favor de los que sufren y han sufrido.
Sabemos que la tarea del nuevo Gobierno no va a ser fácil. La enorme presencia de la derecha en el poder no se borra así como así, pero queremos confiar en que se puede y en que hay que empezar. Seguro que en muchas ocasiones tendremos que hacer control político ciudadano, porque habrá decisiones con las que no estemos de acuerdo, esa es la democracia. Pero ahora nos merecemos todas estas emociones, al fin y al cabo han sido 200 años esperando por esto, un Gobierno que en verdad nos represente. Ya es hora de empezar a vivir sabroso. Porque –como ha dicho Francia Márquez–, vivir sabroso es vivir en dignidad y vivir sin miedo. Hoy estos y estas nadies que nos creíamos condenadas a cien años de soledad hemos conseguido –como lo refirió Petro citando a García Márquez– una segunda oportunidad sobre la tierra.