Ante el ya cercano fin de la legislatura -y ante el previsible cambio de panorama político-, los diferentes partidos van afilando sus armas y perfilando sus programas. Dada la cantidad y gravedad de los problemas, son muchas, sin duda, las cuestiones que los que se dicen progresistas tienen que considerar. Pero entre ellas no debería faltar una que, pese a su importancia y por lo visto hasta ahora, no parece ocupar un lugar prioritario entre las preocupaciones de las diferentes opciones electorales. Me refiero a la actitud integral que un Gobierno con vocación transformadora debería mantener frente a los comportamientos y a los impactos sociales y ambientales de las grandes empresas. O lo que es lo mismo, frente a la nada infrecuente irresponsabilidad social de este tipo de empresas.
Como era de esperar, el desempeño del Gobierno actual en este campo ha sido notablemente decepcionante. En el marco de una clara voluntad de minimización de la regulación y del control, seis hitos básicos han presidido la política del Gobierno del PP en este ámbito:
El incumplimiento sistemático de los preceptos exigidos en este campo por la Ley de Economía Sostenible (LES) aprobada en los últimos estertores del anterior Gobierno socialista.
La nueva normativa en materia de gobierno corporativo: el ámbito en el que más se ha avanzado, con mejoras indudables (a través de la Ley de sociedades de capital y del nuevo Código de Buen Gobierno -ver Código aquí-), pero todavía extremadamente dependientes de la dominante filosofía del voluntarismo empresarial y, en ese sentido, muy insuficientes cara a una integración más eficaz de la RSE en el gobierno de las empresas.
La aprobación (24/10/2014) de la Estrategia Española de Responsabilidad Social de las Empresas (plan nacional de RSE exigido a todos los países miembros por la Estrategia Renovada de la CE en esta materia). Un vaporoso y genérico documento que, todo lo más, puede considerarse un marco introductorio (discutible), pero de ninguna manera un plan estratégico, a la vista de su absoluta carencia de objetivos concretos, precisión y cuantificación de recursos e instrumentos y delimitación de procedimientos y etapas.
El ninguneo sistemático del Consejo Estatal de Responsabilidad Social Empresarial (CERSE).
La muy pacata recepción de la directiva de la Comisión Europea sobre obligatoriedad de información social y ambiental por parte de las empresas de más de 500 empleados.
La elaboración del todavía no nato Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos. Un proyecto inicialmente más sólido y participativo, pero, tras tres borradores, perdido desde hace tiempo en las procelosas aguas de la burocracia gubernamental: el 26 de junio se elevó el borrador definitivo para su tramitación en el Consejo de Ministros y desde entonces no se ha vuelto a saber nada del asunto.
No hace falta mucha imaginación, en este sentido, para plantear un esquema de actuación progresista en materia de RSE. Por supuesto, actuar con mayor coordinación que la muy escasa que ha caracterizado a las intervenciones en este campo del actual Gobierno y endurecer todo lo posible la normativa frente a paraísos fiscales y evasión y elusión fiscal.
Dando lo anterior por descontado, bastaría con desarrollar adecuadamente la LES, con continuar la reforma del gobierno corporativo de las grandes empresas - imbricándole más decidida y obligatoriamente con la responsabilidad social y abriendo el camino a una mayor apertura a la implicación en dicho gobierno de los grupos de interés más relevantes-, con la activación real del CERSE - limitando su subordinación a los intereses patronales -, con una trasposición proactiva de la directiva de la CE a la legislación española -ampliando su ambición- y con el replanteamiento radical de los planes nacionales de RSE y de Empresas y Derechos Humanos.
En los dos últimos casos, con una misma orientación en lo que se refiere a las grandes empresas: sustituyendo su melifluo tono voluntarista y su ambigüedad general por obligaciones claras en todos los aspectos verdaderamente relevantes. Como recuerda permanentemente la profesora Adela Cortina, la correcta actuación empresarial en estos ámbitos constituye una exigencia moral y de justicia, y por lo tanto debe constituir también una exigencia legal.
Se trata de una orientación general que afecta muy especialmente al Plan Nacional de Derechos Humanos: un plan que -por el propio carácter de su contenido- debería convertirse en la pieza central y prioritaria de la aproximación a la responsabilidad social empresarial de todo partido no ya de izquierdas, sino que no quiera supeditar la democracia y las personas a los condicionantes e intereses económicos.
A este respecto, debe reconocerse que los borradores del Plan hasta ahora confeccionados por el Gobierno (de los que, sin duda, el definitivo es el más descafeinado y débil de los tres) han venido condicionados por la exigencia (planteada a nivel de la UE) de adecuarse a los Principios Rectores de Naciones Unidas aprobados en 2011. Como se ha puesto repetidamente de manifiesto (yo mismo lo he hecho en alguna ocasión), heredan inevitablemente su filosofía voluntarista (en la que el Estado asume una función básicamente incentivadora frente a las empresas), carecen de naturaleza vinculante (tanto para los Estados como para las empresas) y no proponen mecanismos jurídicos adicionales para exigir legalmente el respeto de los DD.HH. en la esfera internacional (es decir, no crean nuevas obligaciones de Derecho Internacional).
No obstante, aún dentro del marco de los Principios son posibles planteamientos mucho más avanzados y exigentes, basados en lo que debería ser el criterio nuclear e ineludible: el principio general de que el respeto riguroso de los derechos humanos básicos debe ser para toda empresa (como para toda persona o entidad) un requisito obligado que no puede -bajo ninguna razón- someterse a ningún otro condicionante, por lo que toda empresa que los vulnere en alguna medida debe ser considerada como incuestionablemente ilegal (y no sólo indecente o inmoral).
Algo que requeriría un compromiso mucho más firme y concreto por parte del Estado (y del conjunto de Administraciones Públicas) en la exigencia de ese respeto incondicional a las empresas públicas, participadas por AA.PP., que contraten con ellas o que reciban fondos o ayudas de ellas. Y algo también que, en el caso de grandes empresas, exigiría procedimientos precisos y obligatorios (y no simples recomendaciones o propuestas de apoyo y asesoramiento) para que ese respeto sea efectivo y real, previo a las actuaciones y proactivo: básicamente en materia de diligencia debida, de información (previa a los potencialmente afectados y de rendición de cuentas de cada actuación) y de canales claros y accesibles de información y denuncia por parte de los potencialmente agraviados por los comportamientos empresariales.
Criterios y procedimientos que deben extenderse a toda la cadena de valor (incluyendo a filiales, suministradoras, distribuidoras o subcontratadas) y a toda actuación u omisión directa o indirecta de la empresa fuera de los límites territoriales de la entidad matriz. Y que debe conllevar las correspondientes penalizaciones y reparaciones en caso de incumplimiento: extendiendo la responsabilidad penal a las personas jurídicas y la responsabilidad civil y penal a consejeros y altos directivos. Lo que a su vez -como los propios Principios Rectores apuntan- requeriría también implementar por parte del Estado una eficaz estructura de supervisión y valoración de las empresas y paralelos canales de acceso a la denuncia de los afectados.
Es verdad que se trata de un criterio de enorme complejidad práctica en el mundo global en el que vivimos, en el que sería imprescindible una coordinación internacional que desde luego no se aprecia en el horizonte. Pero eso no obsta para que sea imprescindible (tanto moralmente como para poder avanzar en la práctica) la voluntad política decidida de imponer legalmente a nivel nacional esta exigencia, aunque el Estado (y menos en un país tan limitado como el nuestro) no sea plenamente capaz de aplicarla óptimamente en la realidad en muchos casos.
En todo caso, la actuación a nivel internacional es, sin duda, fundamental. Por eso, ningún gobierno de talante progresista debería dejar, así mismo, de comprometerse decididamente con la aprobación el 26 de junio pasado por el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas (en una votación en la que se opusieron todos los países desarrollados miembros del Consejo) de crear un grupo de trabajo intergubernamental para elaborar normas internacionales legalmente vinculantes para las empresas transnacionales en materia de Derechos Humanos.
Una decisión que probablemente acabarán boicoteando las grandes empresas y los países ricos, pero que supone un hito trascendental en el accidentado camino de la defensa de estos derechos y del control de las grandes corporaciones transnacionales. Un control, no lo olvidemos, no sólo imprescindible para evitar -o al menos mitigar- sus continuas violaciones de esos derechos básicos, sino también para reducir su poder de mercado (es decir, su capacidad de manipulación) y, en consecuencia, el nivel de injusticia e ineficiencia generales del sistema económico.
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