Proporcionalidad

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En cuanto supe de la sangrienta incursión de Hamás en Israel, digamos que mi segundo o tercer pensamiento fue sobre las consecuencias que tendría para los palestinos. Pensé: van a acabar con ellos. Van a reducir Gaza a cenizas, no quedará un solo edificio en pie, ni un colegio, ni un hospital. Luego, por no ponerme en lo peor, traté de conceder al gobierno israelí el beneficio de la duda. Por más que Netanyahu y sus halcones se sientan humillados e iracundos, me dije, y por más que tengan razones para ello, quizá sean capaces de medir su respuesta. Al fin y al cabo, el mundo entero los está observando.

Pensé, con optimismo, que Israel optaría por una respuesta proporcional. Con el paso de los días, esa se ha convertido en la palabra favorita de los comentaristas, la que repiten en bucle cuando no saben qué otra cosa decir: proporcionalidad. Y, de tanto escucharla, de tanto leerla, he comprendido lo vacía que está. Da la sensación de que, con solo pronunciarla, uno quedase exento de valoraciones ulteriores, como si esas dieciséis letras contuviesen todo lo necesario para salir airoso del brete y pasar sin más al siguiente punto de la escaleta: la amnistía, Milei o lo que sea.

Proporcionalidad. Según el diccionario: que mantiene una proporción o razón constante con otra. Si aumentas una magnitud, la otra aumenta en idéntica proporción. Puras matemáticas, pura ciencia formal. Pero lo cierto es que, con sangre de por medio, la proporcionalidad se vuelve una fórmula subjetiva.

¿Cuál es la respuesta proporcional a la agresión terrorista de Hamás en suelo israelí? Cada cual parece tener su propia receta en base a unos cálculos fundamentados en sus percepciones y sus afinidades. Pero las afinidades nada tienen que ver con las matemáticas. La proporcionalidad es el ojo por ojo del derecho militar. Y en el mundo, ya lo sabemos, no todos los ojos valen lo mismo. Hay ojos que valen cien ojos, y ojos que valen ciudades enteras.

Para aclarar de forma precisa el concepto de proporcionalidad habría que regresar a su esencia matemática y establecer relaciones de equivalencia. No sería agradable. Sería, de hecho, espantoso. Tendríamos que poner precio a las vidas humanas para, como en un mercado de divisas, establecer unos cambios de consenso. ¿Cuántas vidas palestinas vale la de un israelí? Sería un mercado global y descentralizado cuyos valores se modificarían de día en día, de hora en hora, en base a la deriva geopolítica del mundo.

Un mercado cambiario de vidas humanas daría consistencia matemática a la respuesta proporcional, haría del derecho a la defensa de los Estados una cuestión objetiva y nos libraría del aluvión diario de declaraciones cínicas cuando no abiertamente insultantes. Por supuesto, nadie está tan loco como para proponer en serio tal cosa. Es mejor seguir como hasta ahora, fingiendo que todas las vidas valen lo mismo y actuando de la manera contraria. Dividiendo el mundo entre los que merecen vivir y los que quizá no tanto sin decir jamás tal cosa. Dejando países arrasados en nombre de una paz que, en realidad, no es sino pura venganza. Matando niños mientras se enarbola, sin sonrojo alguno, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.