Sólo un acuerdo de última hora entre Susana Díaz y Pedro Sánchez puede salvar al PSOE del desastre que para el partido significaría la victoria de uno u otro candidato. Porque ninguno de los dos derrotados y quienes les apoyan van a aceptar disciplinadamente el resultado y renunciar a los objetivos por los que luchan sin cuartel desde hace ocho meses. Ambas facciones parecen ya dos partidos distintos, separados por demasiados enfrentamientos, resentimientos y afanes de venganza como para que el proceso pueda tener marcha atrás. El Partido Socialista avanza hacia el precipicio y todo el sistema político español puede sufrir una gran convulsión si finalmente cae en él. ¿Habrá un milagro que lo evite?
Lo más probable es que no. Porque la dinámica en la que están metidos tanto Susana Díaz como Pedro Sánchez les aboca a concentrarse únicamente en cómo ganar. Para ellos eso es lo único importante. En el fragor de la batalla no pueden dedicarse a pensar en el futuro del partido. Y menos después de que el recuento de los avales haya confirmado que están prácticamente empatados, que cualquiera de los dos puede ganar.
Sólo una presión desde fuera podría obligarles a reflexionar sobre lo que puede ocurrir si no paran su guerra. Pero no existe ninguna instancia lo suficientemente fuerte para imponerles ese momento de cordura. Las externas, los otros partidos o el poder económico, no tienen capacidad alguna para terciar en este entuerto, aunque este último, y también el PP, querrían que el PSOE siguiera más o menos donde está y también que no empezara a descomponerse. Y dentro del partido ya no hay voces con un mínimo peso que puedan entonar un discurso autónomo, por encima de las partes.
Los dirigentes históricos, las grandes figuras del PSOE se han quemado en la pelea, ya no valen para pacificar nada. Porque fueron ellos, en un acto de insolvencia política que confirmó clamorosamente su caducidad, los que iniciaron la guerra. Fue Felipe González, el intocable, quien mediante una orden por la radio decretó que había que cargarse a Pedro Sánchez. Y toda la vieja guardia apoyó su iniciativa. Porque debían creer que el entonces secretario general era pan comido, que no iba a pasar nada si se lo quitaban de en medio.
Se equivocaron de parte a parte. Porque no habían entendido que las cosas en su partido habían cambiado mucho desde la época en la que ellos mandaban sin que nadie rechistara y decidían omnímodamente quien subía y quien bajaba. Pedro Sánchez no había sido el peón obediente que se esperaba que fuera el día que propiciaron su nombramiento, había pensado y actuado por su cuenta y había que cargárselo antes de que se atreviera a dar pasos que no tuvieran marcha atrás. Como el de pactar con Unidos Podemos y los independentistas catalanes. No. Había que devolver a Rajoy a La Moncloa y Sánchez sobraba en ese empeño.
Pero el chico se rebeló. Y mucha gente, cada vez más desde entonces, le siguió. Felipe y Rubalcaba no debían de tener previsto que eso pudiera ocurrir. Que una parte significativa de la militancia, decenas de miles de personas que están tan lejos de los juegos del poder como lo pueda estar cualquier ciudadano corriente, iban a entonar algo parecido a un “basta ya”. Que se iban a indignar con la abstención de su partido en la investidura de Rajoy. Que iban a sacar su vena de izquierdas, de oposición sin contemplaciones a la derecha, y que iban a apoyar a Sánchez en su rebeldía contra los mandamases de siempre por muchos errores que éste hubiera cometido.
Hoy la vieja guardia, el senado que todos los partidos deben de tener para llamar a la cordura en los momentos difíciles, carece de la mínima autoridad para dirigirse a esa gente. Su soberbia les ha llevado a quemar toda su ascendencia. Y ya no pueden hacer nada para frenar un proceso que lleva al desastre. Salvo decirle a Susana que renuncie a su empeño. Y eso no va a ocurrir. Porque no tiene sentido.
Pedirle a Pedro Sánchez que olvide tanto golpe recibido y si gana que busque la conciliación con sus rivales es casi tan imposible como lo anterior. Entre otras cosas porque quienes le apoyan no se lo tolerarían. Ni tampoco que renunciara a sus planteamientos si perdiera, y menos si como todo parece indicar su derrota se produce por un escaso margen. En el otro campo tres cuartas de lo mismo. Si gana, Susana se empeñará en reducir al mínimo la disidencia y si pierde seguirá combatiendo.
Eso puede producir cualquier cosa. Entre ellas una escisión. Y en todo caso a que el PSOE deje de ser una referencia importante del panorama político español, que las elecciones futuras no harán sino confirmar más o menos clamorosamente. Indudablemente su principal rival, Unidos Podemos, se va a beneficiar de eso, de la misma manera que su ascenso, a costa de los votos del PSOE, ha sido el motivo originario, y aún hoy seguramente el principal, de la crisis socialista.
Pero el marasmo socialista que posiblemente se avecina no debería alegrar demasiado a Pablo Iglesias y a los suyos. Porque el espacio político que ocupa el PSOE nunca, o cuando menos en un tiempo previsible, va a poder ser ocupado por Unidos Podemos. Ni, por supuesto por el PP. En él se inscriben varios millones de ciudadanos que se sienten de izquierdas o de centro-izquierda, que, a su manera lo son, sin radicalismos, moderada o muy moderadamente, y que rechazan sin ambages a la derecha, no pocos por respeto a sus antepasados, derrotados en la guerra civil.
Sin un entendimiento con un PSOE normalizado y que acepte la política acordada por sus dirigentes, Unidos Podemos no puede pensar en una alternativa al PP. De lo que se deduce que si los socialistas se hacen el harakiri la derecha seguirá mandando. En precario, por supuesto, porque el partido de Rajoy no va a levantar nunca el vuelo, a menos que se produzca un cataclismo en su interior que arrumbe con buena parte de los que hoy mandan. La inestabilidad es, por tanto, el futuro que le espera a España.
Si fuera un país normal eso podía ser hasta llevadero. Pero con el follón autonómico de por medio lo es mucho menos. Y más si la crisis socialista lo agrava. La clara fractura norte-sur de la militancia del PSOE que delata el reparto regional de los avales no indica nada bueno en ese contexto. El cuponazo que ha ganado el PNV, tampoco. Rajoy se puede quedar muy solo en ese terreno. Y da la impresión de que no va a saber qué hacer.