Querrán quemarnos y no podrán quemarnos

“Yo no lo he querido nunca, yo no puedo decir que he estado con mi marido porque le quería. Yo le tenía pánico, yo le tenía miedo, yo le tenía horror”. Así contaba Ana Orantes ante una cámara la pesadilla de haber soportado durante 40 años los brutales maltratos de José Parejo y así nos abría los ojos para que dejemos de una vez de confundir el amor con el horror. Trece días después, su esposo acudió a la vivienda, la golpeó, la maniató, la arrastró hasta el jardín y allí la asesinó rociándola con gasolina y prendiéndole fuego. 

El caso de Orantes marcó un precedente en España porque fue una de las primeras veces en que una mujer contó públicamente lo que había estado pasando detrás de la puerta y lo hizo nada menos que en la televisión. Contarlo le costó la vida en 1997. El escarmiento fue el fuego. Hasta ahora, las historias de mujeres quemadas con fuego, con ácido, con la plancha caliente, con agua hirviendo, solían llegar de los interiores de las casas en las que sus parejas llevaban mucho tiempo haciéndoles daño. Para asomarnos al horror, el horror definitivo tenía que haber ocurrido. Pero fue filtrándose. El año pasado, un grupo de mujeres quemadas con ácido por sus parejas participaron en un desfile de modas para denunciar la crudeza de la violencia de género en la India. La mayoría tenía el rostro desfigurado. En Lima, Perú, decenas de mujeres han sido quemadas en los últimos años por hombres que decían quererlas. A una de ellas su pareja le lanzó encima la olla hirviendo de ají de gallina, un plato peruano típico. Un plato que había cocinado ella. 

Pero el pasado 24 de abril el horror salió del hogar, de las cocinas, de las habitaciones y se desplazó a las calles, al espacio público. Y ya no fue el marido, fue el acosador. Un hombre llamado Javier Hualpa, se subió a un autobús encapuchado y portando un bote de yogurt lleno de gasolina, se acercó sigilosamente a Eyvi, la chica de 22 años con la que estaba obsesionado desde que trabajaran juntos dos años antes en la misma oficina. Hacía unos días Hualpa le había mandado flores, pero Eyvi las había rechazado al darse cuenta de su asedio, en varias ocasiones, además, lo había descubierto siguiéndola hasta el instituto en el que estudiaba para secretaria. Esa vez también la siguió hasta el bus, al verla la bañó con gasolina y le prendió fuego con una cerilla, arrasándola y afectando a varios pasajeros. Las quemaduras comprometieron más del 60 por ciento del cuerpo de Eyvi. Tuvo que permanecer sedada durante semanas para evitar que sintiera el terrible dolor de sus heridas. El criminal, durante su terrible confesión, dijo que solo había querido quemarle la cara, que no quería asesinarla: “Quería dañarle su cara porque yo sé que ella sacaba provecho de eso”, dijo. Su “defensa” es que ella le “ilusionaba” en vano, lo hacía sufrir. Solo ansiaba borrar esa cara bonita que le recordaba que no era suya, para que nadie nunca más se fijara en ella. Mientras confesaba el malnacido lloraba. Eyvi murió el sábado, a consecuencia de sus heridas y una infección generalizada, había sido sometida a 12 operaciones para reconstruir los tejidos de su piel pero no resistió el tratamiento. Según las leyes peruanas, por feminicidio podrían caerle 35 años a su asesino, aunque por lo emblemático del caso hay quienes ya piden la cadena perpetua. La muerte de Eyvi Ágreda tiene en vilo al país.

La poeta peruana Victoria Guerrero y la librera española Ana Bustinduy escribieron a cuatro manos en la revista feminista peruana Malquerida un desgarrador manifiesto en el que iban alternando la historia de terror que estaba viviendo Eyvi en su agonía en el Perú y el feroz seguimiento mediático que en España se estaba dando al caso de ‘la manada’, mientras los misóginos de Forocoches iban difundiendo información personal de la víctima, sus fotos y despellejándola viva: “No estás sola, no estás sola, nos repetimos. Nos lo decimos las unas a las otras, se lo gritamos a Eyvi en Perú, a la víctima de ‘la manada’ en España, a nosotras en el espejo. ”No estás sola“ –escribieron Victoria y Ana. Y también: ”marcadas como ganado, marcadas como esclavas, marcadas como parejas. Nos desfiguran, dejan su huella sobre nosotras, nos disciplinan a través del fuego, nos devoran con la mirada. Les dijeron que la calle es suya y lo que hay en ella también, que pueden tomar mujeres a diestra y siniestra, que pueden penetrarnos por todos los orificios de nuestros cuerpos, que pueden ser padres ausentes, que pueden violarnos para desfogar sus impulsos naturales, que pueden coger aceite caliente, comida recién hecha, ácido muriático, gasolina, prender un fósforo, y, al primer rechazo, a la primera indocilidad, el chispazo se extiende sobre nuestros cuerpos“. 

El día en que Eyvi murió coloqué un escueto mensaje en mis redes: “A Eyvi la mató tu machismo y tu indiferencia”. Tuve que borrar varios comentarios ofensivos de mi muro en los que algunos hombres tenían el cuajo de ponerse en el centro del universo para enarbolar el habitual “no todos los hombres somos así”, pero los peores los vi en otros muros infames, en los que la culpaban y se alegraban de su muerte: “te mataron por jugar con los sentimientos de los demás”. El dibujo de Kimi, una joven ilustradora, en la que pinta a Eyvi rodeada de puños en alto, con el encabezado: “Todas contigo, Eyvi” se hizo viral pero fue compartido miles de veces alterado, vandalizado: alguien había tachado el “todas” y lo había sustituido por “todos”. Miles de personas pensaron que era un buen día para corregir un mensaje de sororidad, borrando el femenino, borrando otra vez a las mujeres que se nombran a sí mismas en el duelo. 

Los misóginos creen que hay mujeres que deben ser castigadas por decir que no, porque ellos son buenos y atentos, porque un día les regalaron peluches y deberían ser correspondidos por ello; piensan que ellas deben ser condenadas por ser bellas, porque es una belleza que provoca y se les niega, por no estar a su alcance y disponibilidad. Sus mentes destrozadas por el patriarcado los llevan a cometer juicios delirantes, a reivindicar y aplaudir los más escalofriantes actos contra las mujeres; ahora se hacen llamar incel, pero son los mismos de siempre, machos frustrados que deciden vengarse cometiendo actos de terrorismo machista, como Hualpa. 

Hoy en el Perú todavía una gran cantidad de gente piensa que el asesino es un perturbado y que hay un problema de salud mental generalizado. Ni siquiera el gobierno y su ministra de la Mujer han podido llamar las cosas por su nombre: “violencia de género”, presionados por los grupos religiosos del entorno del fujimorismo, que co-gobierna junto al presidente Martín Vizcarra, y que temen a la igualdad como al demonio. Y por eso se sigue bloqueando la inclusión del enfoque de género en el currículo escolar y en las clases de educación sexual, para mantener a las mujeres sumisas y calladas. Por eso el feminismo es acosado y su voceras amedrentadas cada día. 

Desde el 2016 con la explosión del Ni Una menos –impulsada precisamente tras una serie de intentos de feminicidio en cadena– no se veía una explosión de indignación como ésta en el Perú y todo indica que va a seguir creciendo. El caso de Arlette Contreras, que pasó de víctima a ser acusada por su agresor, sigue siendo el símbolo máximo de impunidad y de que el sistema de justicia nos da la espalda. Miles de mujeres han pedido en estos días dolorosos declarar al país en emergencia nacional y exigido al presidente Vizcarra medidas de excepción.

Todo está ocurriendo a la vez: la poderosa campaña por la despenalización del aborto en Argentina, que huele a conquista inmediata; el estallido feminista de las jóvenes universitarias chilenas; el caso de la pareja de lesbianas que en Ecuador ganó la batalla por el reconocimiento de su hija. La labor de resistencia feminista que están haciendo las mujeres en el Cono Sur es una lección para el mundo.