El rabillo del ojo

Salgamos un momento del ruido que, llegando desde el pasado, pretende aturdirnos desde la Plaza Colón de Madrid. Vayamos a Keats y quizás podamos acercarnos a la verdad o, al menos, atisbarla por el rabillo del ojo.

Mucho se ha especulado sobre su poema Oda a una urna griega, cuyos versos finales encierran cierto enigma sobre los conceptos de verdad y belleza: 'Beauty is truth, truth beauty, –that is all / Ye know on Earth, and all ye need to know', (“La belleza es verdad, y la verdad belleza. En la tierra, / eso lo sabéis, y es cuanto os hace falta”). La lectura romántica es que lo bello emana de los sentimientos y eso lo hace verdadero, lo convierte en la única verdad. Pero una lectura contemporánea, como la del escritor José María Guelbenzu en su novela Un peso en el mundo, sitúa la verdad en el esfuerzo de comprender los fenómenos que se presentan ante nosotros a través del pensamiento. Su ejemplo es el mar y expone el sentimiento que puede despertarnos, en la orilla, recibir la miríada de gotitas de la rompiente. Esa sensación de placer e incluso de felicidad se puede traducir como algo bello y, sin duda, verdadero, pero eso no es la realidad. O sí, es la verdad del canon romántico que confunde realidad con aquello que los sentimientos leen acerca del mundo. Pero si alzamos la vista de la rompiente y la fijamos en el horizonte, distinguimos el cielo del espejo de agua y vemos el cuadro en toda su dimensión. Así veremos también que desde la línea imaginaria del fondo comienza el movimiento del mar, que llega hasta la base del malecón para romper, atomizado, en polvo húmedo y también, por qué no, emocionarnos. El ojo no confunde, sugiere Guelbenzu, pero el ojo sin la mente es poca cosa. La mente continúa siendo poderosa, ya que no solo acompaña el interés por saber, sino que guarda lo que se ha visto y lo devuelve cada vez que uno se lo pida. Eso es verdad, afirma Guelbenzu, y es bello que lo sea.

Troppo vero, le dijo Inocencio X a Velázquez cuando observó representada la verdad que el pintor vio en su persona. Más de dos siglos después, Francis Bacon reinterpreta esa verdad pintando a un Inocencio X que grita y se desfigura de una manera expresionista, como a punto de desintegrarse. Cuenta Robert Hughes que cuando visitó por primera vez la galería Doria Pamphili en Roma, donde se encuentra el cuadro de Velázquez, experimentó una curiosa visión de la obra. El cuadro está expuesto en una pequeña habitación que no permite la presencia de más de dos personas para que se pueda apreciar con comodidad. Dice Hughes que mientras se encontraba frente al retrato vio por el rabillo del ojo la imagen proyectada en un espejo de la decrépita puerta rococó de la sala. El resultado era el cuadro de Bacon, dice Hughes: la figura del papa estirada, lanzada, deformada en el reflejo, a punto de desaparecer.

La pintura de Velázquez, llena de verdad y belleza, inquietaba al papa; la de Bacon, con su mirada contemporánea, fue una manera de actualizarla. El rabillo del ojo de Robert Hughes es una forma de observar la realidad que, de la misma manera que el horizonte en el mar de Guelbenzu, oculto al principio por las gotas de la rompiente, enseña a no leer solamente aquello que se nos presenta como única verdad. Edipo, al fin, pudo ver todo lo que había ocurrido cuando ya estaba ciego. No hace falta llegar a eso. Buscar el horizonte de las cosas –en la Plaza Colón, por ejemplo: volvamos a ella– o atisbarlas por el rabillo del ojo puede que sirva de algo.