Ayer mismo la agencia EFE publicaba que el director de la RAE, Darío Villanueva, se había reunido con Carlos Falcó, presidente de la asociación de las empresas e industrias del lujo en España (asociación que recibe el muy aristocrático nombre de 'Círculo Fortuny'). La noticia recoge que, como resultado de la reunión, el director de la RAE se ha comprometido a modificar la definición actual de la palabra 'lujo' en el diccionario académico a petición del propio Falcó. Resulta que al presidente del Círculo Fortuny (que es, además, marqués de Griñón) le desagrada la definición actual que aparece en el diccionario porque transmite la idea de que el lujo tiene que ver con “algo reservado a los ricos y que, de alguna manera, es ocioso y no sirve para nada” (sic). El marqués de Griñón tiene al parecer un talento natural para la lexicografía y tiene una idea muy clara (y en absoluto interesada) de con qué conceptos quiere que se asocie la palabra 'lujo': según el señor marqués, la definición debería aludir a “algo singular, donde participe la emoción”, que “busque de alguna manera la cultura y que dé la sensación de que sea algo irrepetible” (de nuevo, sic). En su alegato a favor de la modificación de la definición de 'lujo', el señor marqués ahonda en cuál es su noción personal de lujo, ilustrándola con una anécdota personal (que no repetiré aquí por pudor).
Esta es la enésima campaña para que la Academia elimine o enmiende tal acepción de su diccionario. No hay mes que no se levante un polvorín tuitero o se genere una polémica a golpe de titular porque tal o cual colectivo consideran ofensiva o inapropiada una definición académica. Lo vimos con ‘gitano’, con 'gallego', con 'pan con pan es comida de tontos', con 'sexo débil' y, más recientemente, con 'fácil'. La respuesta habitual de la RAE ante este tipo de polémicas es responder con un aséptico “lo miraremos”. Esta respuesta tan poco entusiasta le ha granjeado a la institución fama de antipática y carca, pero es, en realidad, bastante prudente y está plenamente justificada desde el punto de vista técnico: las definiciones deben confeccionarse atendiendo al uso (es decir, a datos empíricos), no a intuiciones o preferencias personales, así que conviene ser cautelosos para garantizar el rigor del trabajo lexicográfico. Para más inri, lo que muchas veces reclaman los indignados firmantes de estas quejas y peticiones es que la RAE retire aquellas palabras o significados que les molestan o les ofenden, creyendo que lo que dota de existencia y validez a las palabras es su presencia en el diccionario, convencidos de que por eliminar una palabra del diccionario desaparecerá de la lengua (cuando es justamente al revés: la labor de los diccionarios es recoger el uso que hacen los hablantes).
Precisamente porque esta actitud cautelosa de la RAE no le ha hecho ganar amigos pero es lexicográficamente comprensible y técnicamente sólida, genera tanta extrañeza (en el mejor de los casos) e indignación (en el peor) que el presidente de la RAE atienda con tanta solicitud a las protestas del señor marqués y dé pábulo a las cursilerías que reclama. La respuesta diligente y el compromiso firme y entusiasta que dice Falcó haber recibido por parte del director de la RAE no son en absoluto el modus operandi habitual de la Academia. La supuesta prontitud voluntariosa con la que Darío Villanueva se ha comprometido a la modificación interesada sería una incoherencia por parte de la Academia y un flaco favor a la institución. Esta acción institucional, además, desmerece el trabajo riguroso que llevan a cabo los excelentes técnicos de la casa, que son quienes saben verdaderamente de lengua y de lexicografía y cuyo trabajo invisible y nunca suficientemente reconocido es el que dota de sentido y dignidad a la Academia.
De ser cierta, la noticia confirmaría los peores temores de los hablantes más conspiranoicos: que este compromiso académico haya sido acordado en reuniones institucionales entre las altas esferas y a instancia de un lobby de señores que nadan en dinero y privilegios dice muy poco de la transparencia e independencia de la institución. Al leer la noticia, es difícil no preguntarse si la supuesta premura con la que la RAE ha dado su compromiso al Círculo Fortuny hubiera sido tal de haberse tratado de un sindicato, una asociación feminista o una organización LGTB, cuando, además, si bien todo grupo de presión busca su propio beneficio, las reclamaciones de este lobby en concreto no nacen de la inquietud por la búsqueda de una mayor inclusividad y justicia social, sino que son especialmente frívolas y abogan por el interés económico y comercial de un sector que no necesita precisamente de más altavoces, influencia, campañas publicitarias o lavados de cara.
Desgraciadamente, titulares como estos dan la razón a los hablantes más malpensados y nos dejan sin razones a quienes, ante las decisiones menos amigables de la Academia, intentamos defender que la posición aparentemente inflexible y gruñona de la Academia es muchas veces necesaria y síntoma de buen hacer lexicográfico.
Existe la posibilidad, no obstante, de que sea todo producto de un malentendido o fruto del teléfono escacharrado. Al fin y al cabo, la noticia solo recoge las impresiones de la reunión de Carlos Falcó. Quizá Falcó oyó lo que quiso oír e interpretó una hipotética respuesta educada como una confirmación de lo que él esperaba escuchar. Tal vez, ahora mismo, el director de la RAE ande bramando por los pasillos de la Academia, indignado ante unos entrecomillados en los que no se reconoce. Si este es el caso, sería un alivio saberlo.