Mariano Rajoy, presidente del Gobierno del Reino de España, ha vuelto a hacer declaraciones acerca de la imputación de la infanta Cristina (¿o ya no es infanta y solo es la hermana escondida del rey, una Juana la Loca 2.0?). Si ya en enero dijo estar “convencido de la inocencia de la infanta y de que las cosas le irán bien”, ahora se pone cernudiano y, ante el mantenimiento de su imputación, dice tener “el deseo y la convicción” de que podrá demostrar su inocencia en el proceso que se sigue contra ella en el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma de Mallorca. Cernudiano a medias, pues confunde su “convicción” con la realidad.
La de Rajoy al respecto no es una confusión espontanea ni inocente: busca influir. Es, por tanto, una presunta confusión gravísima, pues, tratándose del presidente del Gobierno, debiera tener, no ya un especial cuidado, sino la irrenunciable obligación de no interferir en los procesos del poder judicial. Máxime en un caso como el Nóos, en el que la Jefatura misma del Estado se ha visto salpicada. Pero, como certeza radical que presuntamente es, la convicción es contagiosa, por lo que el presidente la siembra y algún brote verde generará. Puede convencer a alguna persona cauta que lo oiga por la tele. Puede convencer a algún votante con ceguera ideológica. Puede convencer a alguien desinformado, despistado, crédulo. Su intención sería crear opinión pública, algo sorprendente en un presidente que se caracteriza, más bien, por esconderse como una infanta asustada.
Si esa intención resultada chocante y discutible, lo verdaderamente grave es su indisimulado objetivo de influir en la Justicia, una interferencia entre poderes de todo punto inadmisible en una democracia. De tal clase de interferencias pueden derivarse, se derivan, posturas como la del fiscal Horrach, que en su escrito de recurso a la impugnación a ¿la ciudadana a secas? Cristina de Bobón ha criticado duramente al juez Castro, convirtiendo al Ministerio Fiscal en lo más parecido a un despacho de abogados defensores. Comparado con Horrach, Miquel Roca ha quedado, como tal, a la altura de un estudiante en prácticas.
Con declaraciones públicas como la de Rajoy, cabe imaginar la clase de presiones privadas que ha asumido Horrach y cabe deducir que no solo el Gobierno sino la propia Casa Real han ejercido esas presiones sobre él. Acaso atrapado en esa siniestra red de influencias, acaso envalentonado por ella, en cualquier caso Horrach ha ido demasiado lejos, pues, insinuando que el juez Castro ha podido cometer un delito de prevaricación, puede haber incurrido él mismo en una falta disciplinaria, de la que ya han alertado desde la asociación Jueces para la Democracia. Por no hablar de las descalificaciones personales, impropias entre miembros de las instituciones judiciales. Los jueces progresistas ha tenido que llegar a recordar que la instrucción de este caso no la eligió el propio Castro, sino que le correspondió conforme a las normas de reparto.
Pero si de presiones hablamos, las que debe de haber recibido el juez Castro seguro que rozan lo insoportable, lo vital. Sin embargo, ha demostrado ser capaz de realizar un esfuerzo profesional al que en este país de castas y enchufismos no estamos acostumbrados, un ejercicio de independencia que en este Estado de vasallaje no se permite así como así. Lo que está haciendo el juez Castro es casi milagroso y quedará para la historia como la materialización real de lo que falseó el ex rey Juan Carlos en su última y falaz intervención televisiva navideña: “La Justicia es igual para todos”. En ese “todos”, para empezar, no entraba él. Ni sigue entrado, porque su aforamiento lo hace, ante la Justicia, muy diferente a mí, por ejemplo.
Ahora Rajoy y su Gobierno se han apropiado de esa falacia, y, en connivencia con el Ministerio Fiscal (a través del fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, y del propio Horrach), tratan, ya a las malas, de desactivar el proceso, contaminando la opinión pública con el desprestigio del juez Castro. Una injerencia insultante, unas maneras descaradas. Si el rey reina pero no gobierna (lo que supondría que está bajo el control de los poderes legislativo y ejecutivo, aunque en realidad sea otra falacia), el presidente del Gobierno debe asumir que gobierna pero no reina, es decir, es un mero administrador de las políticas generales del Estado, no un reyezuelo que va lanzando consignas virales que influyan en un poder, el judicial, que debe ser independiente. Esto es de primero de democracia.
Las “hordas republicanas” (así nos llama la ultraderecha de este país a través de medios como La Razón) sí aplaudimos al juez Castro, como nos acusan de hacer. Lo aplaudimos porque nuestro republicanismo se basa precisamente en tener la convicción (no solo Rajoy las tiene) de que todos los ciudadanos hemos de tener la misma consideración social y, por tanto, jurídica. Pero lo aplaudimos no solo desde el republicanismo: también desde la celebración de esa ventana a la confianza en las instituciones, en este caso judiciales, confianza que han dinamitado precisamente los poderes que atacan al juez Castro, con el presidente Rajoy a la cabeza, y los otros, mediáticos, que denominan “horda” a quienes aspiramos a la igualdad y a la verdadera democracia. En su plan de rescate de la infanta, que incluye la legitimación de su hermano Felipe, unos y otros (son los mismos que rescatan a la banca y no a los ciudadanos) están actuando como verdaderos terroristas, de guante blanco, contra el Estado de Derecho.