Una vez más, y ya van muchas, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, demostró el miércoles, tres días después de la seudoconsulta del 9N, que no entiende nada de lo que ocurre en Cataluña. Que no lo entiende o, peor, que prefiere seguir mirando para otro lado, dada la pereza que, por lo que se ve, le da afrontar un problema de tal envergadura que exige mucho arrojo político y personal y no tiene garantía de éxito, pero sí de inmediatos problemas internos con la derecha, inserta o ya desgajada de su partido y, sobre todo, con la mediática. Quien dice arrojo, dice liderazgo. Pero valdría también simplemente valentía, que según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia significa “esfuerzo, aliento, vigor”.
Cualquiera de esas cualidades serviría si Rajoy hiciera un esfuerzo por comprender que la cuestión catalana no se arregla, como ya se ha demostrado, dejando pasar el tiempo y –abstrayéndose del temor a perder votos en las convocatorias electorales de 2015– diera aliento a una solución que pasara por esa reforma federal de la Constitución, que él rechaza. Renovar el pacto constitucional podría tranquilizar los ánimos, aunque, dado el grado al que han llegado las cosas, también sería oportuna la elaboración de una ley de claridad, al estilo de la canadiense, que establezca las normas para un referéndum de secesión. No como cesión al pulso del president Artur Mas, sino como vía pragmática de solución a un conflicto que afecta al conjunto de España.
En Quebec y en Escocia, donde se han celebrado consultas legales, ha ganado el no. Si aquí se ofreciera un proyecto común de convivencia y respeto, que pueda reconquistar a esos catalanes que se apuntan ahora a la independencia como solución a los problemas que compartimos todos –paro, empobrecimiento, corrupción–, en Cataluña también podrían ganar los que prefieren seguir juntos. Elaborar un discurso que respondiera a la pregunta de ¿juntos para qué?, que intentara demostrar a quienes se quieren ir que es mejor quedarse, que se puede encontrar un mejor acomodo para todos, podría ser un buen camino. Y quizás no es todavía tarde para hacerlo, aunque el desapego de un lado y otro haya ido ya demasiado lejos.
Desde luego, no se les convencerá, ni siquiera a los ciudadanos de Cataluña que se sienten también españoles, con eslóganes del tipo “a los catalanes sólo les interesa el dinero” o con los dos argumentos negativos más utilizados: se tienen que quedar porque la Constitución no permite la independencia y, si se van, les echarán de la Unión Europea. Una pizca de sentido común, de ese que presume tener a espuertas el presidente del Gobierno, indica que por ahí no vamos bien. Una buena dosis de comprensión, de empatía, de conocimiento mutuo, incluso de cariño, ayudaría mucho más.
Sin embargo, en la decepcionante comparecencia de Rajoy el miércoles no se apreció nada de eso. Ni hubo comprensión ni, por supuesto, se apreció afecto, ni hacia quienes votaron a favor de la independencia ni con los que se inclinaron por el no, ni siquiera con quienes evitaron secundar una convocatoria suspendida por el Tribunal Constitucional. Menos aún, claro, con el president Artur Mas, al que se amenaza con una querella de la Fiscalía por burlarse de la legalidad, pero cuyo liderazgo en el ecosistema soberanista ha salido muy reforzado precisamente por eso.