Hago un sondeo en mi entorno sobre esa reforma de pensiones que ya se anuncia para las próximas semanas, y de la que se van filtrando borradores de los “expertos”. No es una encuesta muy científica, vale, la he hecho en un bar, pero ya me dirán si las respuestas son o no extrapolables.
Pregunto a los presentes su opinión sobre los primeros globos sonda que van saliendo, y que apuntan a otra vuelta de tuerca que reduzca la cuantía de las pensiones. He aquí algunas respuestas:
-Un jubilado: “Virgencita, que me quede como estoy; si solo me quitan la actualización del IPC me doy con un canto en los dientes”.
-Un parado de 50 años: “A mí plin, yo no confío en trabajar muchos años más de aquí a la edad de jubilación, así que hagan lo que hagan me va a quedar una pensión de mierda”.
-Un trabajador de 35 años: “¿Pensión? Uf, yo como pronto me jubilaré en 2045, y de aquí a entonces caerán otras diez o doce reformas, así que ya será 2050 o más. No creo que dejen nada para mí cuando llegue”.
-Un parado de 25 años: “¿Jubilarme? Llevo desde que nací oyendo la cantinela de que el sistema es inviable, ya lo tengo asumido. Además, yo me voy a Alemania.”
Ya digo que no es una muestra muy científica, pero así están los ánimos poco antes de que los pirómanos abran un nuevo frente de incendio. Si normalmente la mayoría no se siente muy afectada por las reformas de pensiones (unos porque ya no les pillará, otros porque ven demasiado lejana su jubilación), con el futuro negro que nos auguran, menos todavía, pues las expectativas de años de paro elevado y salarios más bajos no invitan a preocuparse por unas pensiones a las que pocos esperan llegar en condiciones aceptables.
La primera gran huelga desde la Transición fue contra una reforma del sistema de pensiones: la que aprobó el gobierno del PSOE en 1985, que produjo su primer choque serio con los sindicatos, incluida alguna dimisión por dignidad. Pero desde entonces todas las huelgas generales han respondido a reformas laborales, mientras que los cambios en pensiones no han tenido tanta contestación. La habitual manifestación, y poco más.
Ahora el gobierno y sus “expertos” quieren hacernos la reforma definitiva: no solo para retrasar y reducir más todavía la jubilación; también para convertir las pensiones en un asunto científico, matemático, sujeto a una compleja fórmula que introduce variables como la esperanza de vida, el número de cotizantes y pensionistas, la cuantía media, las previsiones de ingresos y gastos del sistema.
De esta forma, mediante “expertos”, “factor de sostenibilidad” y fórmulas matemáticas, además de empobrecer más todavía a los jubilados presentes y sobre todo futuros, pretenden que dejemos de ver el sistema de pensiones como lo que es: una decisión política.
Pero así es, por mucho que lo disfracen. El sistema de pensiones, su funcionamiento, su sostenibilidad, y por supuesto sus reformas, son decisiones políticas. Influyen por supuesto la demografía, los ingresos y los gastos, pero es que también son política: tanto las medidas que favorezcan la natalidad, como la decisión de actuar sobre los gastos recortando, o sobre los ingresos buscando otras formas de financiación.
La propia elección de “expertos” es una decisión profundamente política. La propuesta resultante sería totalmente diferente si hubiesen elegido a otros expertos, que también los hay y llevan años proponiendo otro tipo de reformas. Pero la creación del comité de “sabios” es como cuando algunos pagan una auditoría, o como no pocos estudios de impacto ambiental que se hacían en los años de la burbuja: encargar un informe para que alcance unas conclusiones fijadas de antemano.
Las reformas de pensiones, aunque pocos se sientan directamente afectados, y aunque no encuentren tanto rechazo como los recortes educativos o sanitarios, son uno de los mayores ataques a una sociedad, y quiebran un pacto fundamental de solidaridad intergeneracional y de justicia social. Nos hacen más pobres, y más desiguales. Pura política.