España tiene un problema con sus jueces. En realidad, con su falta de imparcialidad. Evidentemente no afecta a todos los miembros de la carrera judicial, seguramente ni siquiera a la mayoría. Pero tampoco se trata ya de casos aislados. Demasiados magistrados españoles de todos los niveles –desde los juzgados de instrucción hasta la Audiencia Nacional– parecen incapaces no ya de resolver los asuntos que se les someten sin que influya su propia ideología, sino ni siquiera de guardar la mínima apariencia de imparcialidad. Incluso, viendo cómo se comportan, uno diría que a menudo parecen empeñados en destruir la confianza en la justicia.
La resaca de la llamada de atención del presidente del Gobierno con motivo de la admisión de una denuncia infundada contra su mujer puede ser un buen momento para afrontar reformas que permitan encarar este problema ahondando en la calidad democrática de nuestro sistema. Debe hacerse, sin embargo, desde el estricto respeto a la independencia judicial, renunciando a tomar a la fuerza el control del CGPJ, e insistiendo preferentemente en soluciones transversales, con eficacia a medio plazo a irreversible como la reforma del sistema de acceso a la carrera judicial.
La falta de imparcialidad es un problema sistémico y específicamente español. Y aunque responde a causas muy diversas, hay un momento decisivo en esta deriva es el de la respuesta al movimiento independentista catalán. El Gobierno conservador decidió convertir en judicial un problema que era esencialmente político e invitó a los jueces a situarse en la primera línea de defensa no ya de la ley, sino de la nación. Los interpelados se lanzaron a ello con entusiasmo y el país entró entonces en un proceso de judicialización de la política en el que algunos de nuestros más altos tribunales asumieron la tutela de una posición ideológica sin que, parece ser, la literalidad de las leyes fuera un obstáculo para ello. Desde entonces hemos asistido a situaciones inauditas como la del Tribunal Supremo negándose a aplicar una reforma del código penal que le parecía políticamente inadecuada. El punto álgido, por ahora, llegó a finales del año pasado cuando diversos órganos judiciales emitieron comunicados de naturaleza política criticando por cuestiones ideológicas una ley que se discutía en el Parlamento y muchos jueces, vestidos con la toga con la que ejercen sus funciones constitucionales, salieron a la calle a criticar esa iniciativa política contraria a sus convicciones.
Al mismo tiempo, se multiplican señales de menor entidad, pero igualmente preocupantes, de la poca importancia que algunos miembros de la carrera judicial atribuyen a su imparcialidad. Cualquier abogado de derechos humanos sabe que en materia de abusos judiciales la mayoría de nuestros juzgados no duda en creer hasta las más imaginativas excusas de los agentes. Igual que condenan prácticamente sin indicios a quien se enfrenta a la policía, nunca encuentran pruebas suficientes para condenar a los que aparentemente maltratan a los ciudadanos con los que se cruzan. Los casos de querellas por motivos religiosos que son admitidas a trámite sin fundamento y que llevan a investigar durante años a personal finalmente liberadas sin juicio son numerosos y es difícil no ver en ellos un reflejo de las creencias religiosas de los jueces a cargo. Los ejemplos de aparente falta de imparcialidad son evidentes y la falta de confianza en la justicia se acrecienta a la vista de la participación de los jueces y magistrados en el debate político a través de las redes sociales. Hemos normalizado ver a los jueces insultando de manera grosera a diestro y siniestro a políticos, cargos públicos y cualquier ciudadano que demuestre una ideología ligeramente progresista. Los medios de comunicación dan con frecuencia voz a magistrados que parecen meras correas de transmisión de las visiones y los intereses tácticos de algunos partidos políticos. Más aun, al leer en las redes la manera en que algunos miembros de la judicatura manipulan y tergiversan las leyes para argumentar es difícil no pensar que puedan hacer lo mismo en sus sentencias. En definitiva, cada vez es más difícil creer en la imparcialidad judicial y no por culpa de ninguna campaña de difamación, sino de los propios jueces.
La situación es grave. No se trata de que los jueces prevariquen –que seguramente no lo hacen– o no trabajen mucho y bien. Pero sí de que a base de no cuidar suficientemente su apariencia de imparcialidad la ciudadanía está perdiendo la confianza en la justicia. Por eso urge buscar soluciones que refuercen el Estado de derecho como única vía de desarrollo de la democracia.
Es imprescindible, pues, abordar la reforma del poder judicial. Y sólo puede hacerse desde el más escrupuloso respeto a la independencia judicial. El error más grave que se podría cometer en estos momentos sería caer en la tentación de compensar la pérdida de imparcialidad de un puñado de jueces irresponsables con un incremento de las medidas de control político sobre los jueces. Todo lo contrario. Es el momento de aumentar la democracia y eso sólo puede hacerse con jueces más independientes y más responsables. Carecería de sentido, por ejemplo, limitarse a reformar el modo de elección de los miembros del CGPJ para permitir su elección parlamentaria mediante un sistema de mayoría simple. Ello permitiría renovar un Consejo cuyo mandato lleva cinco años caducado, pero abriría también la puerta a incrementar el control político sobre este órgano. En vez de eso, debería ponerse el foco en reducir la influencia del CGPJ en la pérdida de independencia judicial.
La democratización de la justicia pasa por quitarle al CGPJ la competencia de elegir a su voluntad a los jueces del Supremo y por establecer un procedimiento objetivo de ascensos basado exclusivamente en los méritos de los candidatos
Y es que parte de la pérdida de imparcialidad tiene su razón de ser precisamente en el Consejo que gobierna el poder judicial. En nuestro sistema actual, un juez sólo puede convertirse en magistrado del Tribunal Supremo si es nombrado arbitrariamente por el CGPJ. La batalla por controlar este órgano esconde esencialmente el deseo de disfrutar de esa facultad de designar a dedo a los jueces del Supremo, que son quienes fijan la interpretación de las leyes y revisan el trabajo del resto de tribunales del país. Los jueces que quieren hacer carrera profesional y llegar a la cúspide solo pueden hacerlo gracias al apoyo de algún partido político; eso influye evidentemente sobre su imparcialidad. Incluso aunque los jueces eligieran a los jueces, como dice el lema absurdo de los conservadores, mientras tu carrera dependa de una camarilla nunca serás independiente. La democratización de la justicia pasa por quitarle al CGPJ la competencia de elegir a su voluntad a los jueces del Supremo y por establecer un procedimiento objetivo de ascensos basado exclusivamente en los méritos de los candidatos. Eso volvería a nuestros jueces mucho más libres e independientes. Un gobierno preocupado por la regeneración democrática no debe obsesionarse tanto en nombrar para el Tribunal Supremo a magistrados que le sean fieles, como en reducir los condicionantes que les impiden ser independientes.
En todo caso, la reforma esencial que necesita la integridad del Poder Judicial es la del método de acceso a la judicatura. Resulta disparatado seguir insistiendo en que prepararse para la repetición memorística y oral de una serie de temas de derecho otorgue por arte de magia a los jueces los mecanismos necesarios para asegurar su propia imparcialidad y juzgar con objetividad los casos que se les planteen. Es un auténtico disparate que hay que remediar. La forma de hacerlo es mediante fórmulas objetivas de control de acceso que pongan el acento en la formación y la capacidad de los futuros magistrados para desempeñar adecuadamente su función constitucional. Necesitamos jueces con amplios conocimientos constitucionales, que conozcan de primera mano las diferentes carreras jurídicas; que usen los años de su formación para aprender de ellas en vez de estar encerrados en casa, que demuestren sus habilidades psicotécnicas sin necesidad de un preparador que les haga de padrino para la carrera. En definitiva, personas dispuestas a impartir justicia, antes que expertos en declamación. Mientras no se cambie el mecanismo para convertirse en juez, no podremos estar seguros de que la imparcialidad deje de depender del azar y la buena voluntad de cada uno.
Si se quiere complementar esta reforma para realmente mejorar el servicio público de la justicia habría que añadir otras medidas: aumentar el número de jueces, hasta casi duplicarlo, para estar a la altura de los países de nuestro entorno; dotarlos de medios materiales suficientes; revisar el sistema disciplinario y sacar de la ética lo que debe ser jurídico; mejorar la responsabilidad del Estado por los daños reputacionales que causa la justicia…
Habrá quien piense que en estos momentos son más urgentes las medidas represivas y la renovación del consejo de modo que lo ocupe la mayoría legítima. La tragedia de nuestro país es, precisamente, la poca altura de miras y la búsqueda de resultados políticos a corto plazo. Si la reflexión democrática que nos ha prometido Pedro Sánchez estos días es sincera, ahora es el momento de emprender reformas que duren, sean irreversibles y fomenten una judicatura neutral e imparcial para el futuro. Aunque sus resultados no se vean inmediatamente ni sirvan para ninguna táctica política. La democracia es eso, amigos.