Como cada año, a las puertas del 11 de septiembre, se ha manifestado una inflamación del verbo en la vida política catalana, anuncio de la obertura inminente del curso político. En los últimos años, la celebración ha ido experimentando una deriva hacia el independentismo o soberanismo, en paralelo a la radicalización del discurso de CDC sobre su modelo territorial. Esta deriva, que se expresa mediante una nueva retórica más desinhibida y frentista, le ha dado a la celebración mayor vigor político a la vez que le ha ido restando representatividad social. Existe el riesgo de que la Diada nacional sea cada vez más la celebración de sólo una parte de Catalunya. A las puertas de una intervención económica general de España y en medio de un retroceso acelerado de los servicios prestados por nuestro sistema de bienestar, la principal manifestación de este 11 de setembre omitirá de lleno las lacerantes consecuencias sociales que tal transformación está generando en buena parte de la población catalana. Alertaba de ello el escritor Antoni Puigverd, haciendo notar la significativa desatención que el nacionalismo reinante en estos días presta a los sectores sociales más afectados por esta crisis. Sugería una explicación inquietante: los afectados no son los ‘nuestros’. Y son inocuos electoralmente.
Ciertamente, en el relato soberanista de la política catalana, los ciudadanos originarios del resto de España y sus descendientes siempre han generado una anomalía incómoda de tratar. Sus opiniones y sus pautas de comportamiento político a menudo rompen la coherencia del retrato ‘nacional’ fomentado por el discurso dominante, distraen al público de la cuestión prioritaria, lo nacional, desviando su atención hacia problemáticas de tipo social y obligan a una contención terminológica a veces mal disimulada en el lenguaje político de los más locuaces. Por supuesto, este grupo es esencialmente heterogéneo. Algunos han acabado abrazando la causa nacional con frenesí. Pero una gran mayoría no lo ha hecho, y ahí está el problema para algunos.
Frente al compromiso de aquellas fuerzas políticas que han contribuido durante décadas a ampliar las fronteras de la concepción nacional catalana, favoreciendo la unidad civil y la integración en ella de todos los ciudadanos (quizá en detrimento de su significado cultural y político), los sectores más ortodoxos del nacionalismo catalán simplemente han ido haciendo abstracción de la diversidad social y cultural de la Catalunya contemporánea. Y cuando la realidad se vuelve ineludible, los esfuerzos se orientan más bien a tratar de interpretar en clave conspirativa la persistencia de esos otros catalanes que hablan principalmente en castellano, se sienten españoles (a la vez que catalanes) y no son partidarios de la independencia.
En el contexto actual, el independentismo se ha convertido en una válvula de escape para expresar el malestar político de muchos catalanes. Esto ha excitado el ánimo de los más conspicuos soberanistas. Entre los más estridentes, ya se oyen voces que piden “pasar lista” en la manifestación de este martes 11 y amenazan a los que no se apunten al independentismo de ser considerados traidores en un futuro. Podemos pensar que estos exabruptos se desacreditan por sí mismos, pero en la nueva retórica soberanista no lo podemos dar por descontado.
De forma más edulcorada, otros han ensayado la aplicación del concepto de white trash (basura blanca) a realidad social catalana, para referirse a un impreciso sector de la población catalana, castellanohablante, de origen social modesto y mayoritariamente votantes del PSC o abstencionistas. Que este sea un ejercicio destinado a desprestigiar a un PSC en horas bajas por haber sido el partido que ha recogido tradicionalmente la confianza electoral de esta población no diluye su contenido denigrante. El acuñador en este caso, Jordi Graupera, ha importado, sin duda, un extranjerismo innecesario. La lengua coloquial catalana ya posee otros apelativos de uso corriente para designar esa realidad social. Deberíamos seguir llamándoles simplemente la “purria charnega” u otros apelativos generados por las ingeniosas redes sociales. Así quedaría más claro de qué se está hablando y qué prejuicios se ocultan detrás. Se responderá que no quiere decir exactamente lo mismo y que además resulta muy despectivo. No mucho más de lo que suena white trash en boca de un republicano americano de clase acomodada.
Aunque “todo lo que nos incomoda permite definirnos”, como sostenía el filósofo rumano Ciorán, no está claro qué puede aportar toda esta deriva neocon en el contexto político actual de Cataluña. Y menos aún qué sentido tiene dar categoría moral a conceptos segregacionistas (y que denotan en la raíz un fuerte componente clasista cuando no totalitario), que acaban siendo el reverso del “lerrouxismo”. Más bien creo que sólo contribuyen a desacreditar la legítima aspiración catalana para actualizar su autogobierno y a erosionar los esfuerzos de generosidad y paciencia que la sociedad está realizando para evitar una explosión de descontento con imprevisibles consecuencias ante esta crisis aún en plena ebullición. Una crisis que es para todos, con independencia de origen y lengua.