Las fotografías de la reunión de la comisión bilateral del Gobierno español y la Generalitat eran expresivas. Recuerden que al acabar el encuentro el desacuerdo era tan grande que ni siquiera se pusieron de acuerdo en eso. La representación catalana lo consideró decepcionante y casi nada fructífero mientras los enviados desde La Moncloa se acogían al éxito formal de que se hubiera regresado a la normalidad institucional pero no hablaban de avances en ninguna materia. Aun así las imágenes confirman algunas cosas positivas. La primera y principal: que hubo reunión. Un contacto demorado siete años sin justificación (salvo que consideremos como tal la abulia de Mariano Rajoy) finalmente se produjo. Un segundo dato que proporcionan las fotos era que a los dos lados de la mesa había gente normal hablando y escuchando pese a sus discrepancias sobre casi todo. Hablando y escuchando, sí, tras años de un largo silencio enconados. Los desacuerdos, con todo, desembocan en un avance: las reuniones seguirán y tienen ya esbozados temarios concretos.
Es difícil deducir lo que buscaba la Generalitat en este primer contacto más allá de dar testimonio de que su prioridad absoluta es resolver el problema de los presos y buscar la manera de que en Catalunya haya un referéndum de verdad sobre la relación con España (enésima confirmación de que el 1 de Octubre fue muchas cosas pero no eso). Es muy difícil deducir nada más porque en este momento el soberanismo no sabe qué hacer y además se le nota mucho. Dice que tiene una República pero no es verdad, y reconoce en cambio que no tiene la mayoría social necesaria para imponerla. Rechaza el autonomismo pero lo ejerce. Y carece de apoyos externos para avanzar. En realidad no sabe si al sentarse con Madrid está ganando o perdiendo tiempo.
No sabe qué hacer y está profundamente dividido. Lo de reunirse civilizadamente para hablar con el Gobierno central a su franja más radicalizada, la que forman la CUP y algunos miembros de Junts x Si, ya le parece una traición. Se ignora incluso si Carles Puigdemont está totalmente de acuerdo con sentarse a hablar de temas que él considera menores si antes no se sustancian aquellas dos cuestiones fundamentales, presos (y exilados, su caso) y consulta, en encuentros en los que participe él. Lo más probable sobre el porqué de la participación del Govern en la reunión ya celebrada, en este no saber qué hacer, es una demostración para terceros, es decir para la Unión Europea y la comunidad internacional en general, de que el independentismo está a favor del diálogo aunque no quiera ceder en nada. No sentarse a esa mesa arruinaría su credibilidad.
En la práctica, al empezar a hablar ya dieron testimonio al recordar lo que querían tratar y no estaba en el orden del día. Al finalizar, cuatro horas después, lamentaron públicamente que en la reunión convocada para tratar otros temas no se hubiesen discutido aquellos. ¿Ingenuidad? Por supuesto que no. ¿Sorpresa por haber sido tratados como representantes de una simple autonomía cuando deseaban presumir de bilateralidad? Creo que tampoco. Pero cuando no se sabe qué hacer una buena posibilidad es estudiar al otro. Y los de enfrente sí que tenían y tienen un plan, y además poco rechazable. Primero, y pronto, desandar los recursos que planteó Rajoy por simple puntillo ante el Tribunal Constitucional contra diversas leyes sociales catalanas razonables. Luego, entrar a desbloquear temas económicos congelados injustamente, y más adelante empezar a subsanar incumplimientos sobre infraestructuras que tendrían que estar en marcha. ¿Va a oponerse la Generalitat a que desde Madrid arreglen algunas de estas cosas?
El soberanismo atrapado en la caja del autonomismo no sabe qué hacer pero empieza a saber lo que no debe hacer. Se va dando cuenta de que no puede plantear con tono de chantaje nada de lo poco que está al alcance de Pedro Sánchez. Éste, muy vigilado desde todos los lados, puede hacer cosas, establecer pactos, organizar determinadas cesiones, pero siempre que no se le planteen como exigencias respaldadas por puñales. Sánchez además tiene que actuar sin correr; no puede gastar en cuatro días todo lo que está en condiciones de dar pero que precisa administrar para que las entregas le duren hasta dentro de dos años. Este es el juego.
Pero la gran cuestión es si sabe Pedro Sánchez lo que tiene que hacer, lo de verdad, lo de fondo. A él no le basta con dar testimonio. ¿Sabe que debe ir preparando políticamente su gran y trascendental aportación para desatar el nudo del problema? ¿Sabe que ésta podría ser abrir el debate de la verdad y reconocer políticamente -de alguna forma- que en Catalunya hubo una gran desobediencia culpable, con delitos conexos también sancionables, pero que no se produjo todo lo que el sentido común, la letra precisa de nuestras leyes y lo que la justicia internacional consideran que son elementos imprescindibles para constituir técnicamente un delito consumado de rebelión? Subrayo lo de “políticamente” porque ese es el plano que no puede abandonar el presidente del Gobierno. Pero es también el plano desde el que su opinión unida al criterio de la justicia internacional pueden empezar a remover lo que luego tendrán que hacer judicialmente –también de una forma u otra- los magistrados españoles sensatos que le quieran ahorrar a la Justicia de nuestro país nuevos ridículos. Se trata de defender la imagen democrática de España porque luego, en la posterior apelación a las instancias de fuera de nuestras fronteras, ese ridículo quedaría sustanciado públicamente para siempre.
En definitiva, los soberanistas no saben qué hacer pero nos convendría a todos que la política y Pedro Sánchez sí supieran definir cuál es el camino para que no acabemos en un desastre irreversible.