'Sáfica': una palabra donde se levanta un ágora de debate
En los adentros de ciertas palabras hay un foro de debate. Vemos las palabras ahí quietas, impresas en una página, brillando en una pantalla, y quizá creamos que son criaturas inertes. Fail!
Acércate a sus letras y pega la oreja. Escucharás que las palabras palpitan. Porque hay ideologías untadas en sus recovecos. Porque hay identidades que se reivindican en la pronunciación. Y porque entre los palos de las pes y las varas de las bes se alzan rebeliones y resistencias.
Esto es lo que ocurre hoy con la palabra sáfica. Amaba esa voz porque la descubrí cuando estudiaba a las mujeres liberadas de los años 30. El Lyceum Club Femenino reunió a decenas de mujeres inteligentes, valientes, independientes, que no tenían ningún interés por el plumero ni el mandil. Y a unas cuantas ni siquiera les interesaba el marido. Eran lesbianas. Fail!
No podían ser lesbianas porque entonces no se decía esa palabra. Eran sáficas, y juntas formaban el Círculo Sáfico de Madrid. Ese fue el nombre que eligieron ellas frente a los insultos cavernarios que les soltaban los de misa diaria.
Aquel safismo solo tuvo tiempo de insinuarse. De acto y de palabra. Algunas mujeres se atrevieron a vestirse y peinarse a lo garçon. Algunas incluso osaron no casarse. Pero llegó la guerra civil, ¡pum!, ¡crash!, ¡plof!, y ni la palabra quedó viva. Todo aquello fue aplastado, pisoteado, perseguido.
La voz sáfica solo se volvió a oír para hablar de poesía: la estrofa sáfica, la oda sáfica, los endecasílabos sáficos. A ver quién se atrevía entonces a ponerse el pecado en la boca. ¡A pronunciarlo! Las mujeres que se enamoraban de otras mujeres se escondieron en las voces del disimulo. En la Barcelona de la dictadura, para reconocerse entre ellas, decían que eran libreras, que eran tebeo, que eran de la cofradía. Y el safismo que nació de los destellos de libertad de la Segunda República quedó guardado, impronunciable, latente, inacabado, hasta hoy.
Y hoy en el interior de las palabras safismo y sáfica encontramos un ágora de debate. Algunas personas dicen que son sáficas porque les asfixian las etiquetas de lesbiana y homosexual. Han actualizado el significado del safismo y ahí incluyen todos los amores y las sexualidades relacionadas con lo femenino. Es sáfica la bisexual que ama a una lesbiana. Es sáfica la persona de género neutro a la que le gusta una mujer. Es sáfica la stone butch enamorada de una asexual. Y así hasta donde el amor y el sexo y las palabras den de sí.
Esta voz sacada del armario de los trastos viejos expresa ahora una forma de entender el amor fuera del sistema. Es un amor spin-off (que se desliga del sistema). Prefiero llamarlo así porque ni es nuevo ni es moderno. Simplemente describe unos sentimientos que no encajan en esa idea barata de que el amor correcto es el de una mujer y un hombre bendecidos por un cura o encadenados por un contrato matrimonial.
No tiene ni pies ni cabeza meter sentimientos entre rejas o encerrarlos en una tumba en vida. No tiene lógica adaptar el querer a un Excel de tres celdas: hetero, homo, bi. Como si el deseo fuera un juego de suma cero. Fail!
Basta leer las cartas que se escribían las aristócratas británicas del XVIII y el XIX para ver que lo que entendemos por amor es un consenso social y que cambia con el tiempo, con los gobiernos, con el auge de la ciencia, con el descrédito de la religión. Aquellas mujeres vivían amores que hoy no están registrados en los diccionarios. Ni siquiera en nuestra idea del mundo.
Estas mujeres se escribían cartas apasionadas. Qué amores, qué fervores. Cuánto se echaban de menos y cuánto anhelo tenían la una por la otra. Incluso las cartas que a finales del XIX escribía la catoliquísima y ultraconservadora Sofía Casanova a la escritora Blanca de los Ríos expresan unos amores que a ojos de hoy se nos van de madre. Era una pasión afectiva, devota, aunque la cultura hipersexualizada de hoy no nos deje entender un amor que no pase por el revolcón.
A aquello lo llamaban amistades románticas y tenía el visto bueno de la sociedad. Era correcto que las jovencitas solteras se besaran y se acariciaran en público, que durmieran juntas y hasta que sintieran celos si otra buena amiga aparecía por ahí. Lo tomaban como un mero entretenimiento antes de que les llegara la hora de la verdad: el casamiento; y el altísimo propósito de sus vidas: tener hijos y cuidar al marido.
Había otra expresión para las mujeres que decidieron no casarse y vivir en compañía de otra mujer: matrimonios bostonianos (porque en Boston había muchas parejas de este tipo). Aquello estaba bien visto por dos motivos. Porque eran muy pocas: solo podían hacerlo las ricas y poderosas. Y porque se daba por hecho que eran amigas (del sexo entre mujeres ni se hablaba y de lo que no se habla, para la sociedad, no existe).
Pero, ¿qué más da si tenían sexo entre ellas o no? Eso de poner etiquetas a la gente por su sexualidad es un invento del siglo XIX. Antes no existía ese listín que empezó con la heterosexualidad y la homosexualidad y que va ya por la hiperespecialización del sapiosexual, el lumbersexual, el spornosexual...
¿Por qué nuestra identidad debe basarse en nuestra sexualidad? Eso fue idea de hombres que desde mitad del XIX intentaron hacer ciencia del deseo y les salió un catálogo de especies con nombres que hoy resultan espeluznantes: tercer sexo, invertidos puros, seudoinvertidos, marimachos, felatrices, viragos (“mujer varonil”), ginófilas (“que aman a las mujeres”), mujerados...
Fail y mil veces fail!
Por eso hoy hay personas que paran los pies a los que ponen nombres como el que dispara la pegatina del precio de un yogur. Personas que hoy reclaman las palabras sáfica y safismo para decir quiénes son, cómo sienten, cómo piensan, cómo viven. Que agarran las letras como el que coge el timón de su vida. Que saben que no hay nadie mejor para poner un nombre que las propias personas que construyen su significado.
7