El sanchismo inderogable

2 de junio de 2023 22:48 h

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La fecha del próximo 23 de julio se presenta como la batalla final, la última pantalla del videojuego de agitación política que vivimos desde junio de 2018, o quizá desde antes. Los candidatos están navegando ya la confusión del electorado con enunciados simples, y a veces incluso ridículos, como los que denuncian la falta de destreza hablando inglés del presidente del Partido Popular, por ejemplo. O los que llaman a “derogar el sanchismo”, una etapa negra en la que España se habría convertido en un cruce entre la autocracia bolivariana de Nicolás Maduro y el ateo control de las conciencias del albanés Enver Hoxha

Se acabe o no con el 'régimen totalitario', conviene analizar algunas de las reformas económicas acometidas por este para valorar sus aportaciones a medio y largo plazo, dimensiones temporales que no caben en las tertulias mediáticas y mucho menos en un tuit de color fosforescente. Aunque buena parte de los gobiernos aprovechen las instituciones de la democracia para garantizar su reproducción social en futuros mandatos, estos suelen asentar algunos logros ejecutivos que generalmente tienden a persistir en el tiempo. Y que no siempre son perjudiciales.  

Localizar estos hitos nos permite extraer del engrudo de la política comunicativa leyes, normas y medidas que lograrán perdurar y hacerse trasversales a la acción de los partidos. Así ocurrió con la instauración de buena parte de los servicios del Estado del bienestar en los años ochenta y noventa; con la privatización del parque público de empresas del Estado entre 1985 y 2002; o con la aprobación de las leyes que, en la primera mitad de los años dos mil, atendían a los latentes derechos civiles de una sociedad cada vez más compleja, como la ley de matrimonios LGTBI, violencia de género y dependencia, entre otras.

De esta misma forma sucederá con un conjunto de medidas que abarcan el periodo 2018-2023 y que responden a lo que podríamos denominar, imitando enunciados anglosajones, ‘la gran incertidumbre’, el periodo de crisis financieras que nunca duermen, de guerras imprevisibles y de amenazas pandémicas y climáticas que difícilmente abandonaremos ya. Me refiero aquí a medidas del ámbito económico, sin que ello suponga minimizar la importancia de otras que también merecerían ser contempladas.

Entre dichas medidas destaca, en primer lugar, la aplicación de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo, los ERTES, en respuesta al confinamiento por la pandemia COVID-19. Esta forma subsidiada de hacer frente a los grandes ajustes en cantidad, es decir, a los despidos, que se producen en nuestro país en etapas de recesión económica, explica en gran medida que el paro, por primera vez en nuestra historia democrática, no haya llegado a cifras del 25%, alcanzando un todavía desastroso pico del 17% y permitiendo un lento retorno hasta tasas que se encuentran entre el 12 y el 13% de la población activa. No hace falta decir todo lo que aquí queda aún por hacer.  

En relación con la institucionalización de este suelo contra la destrucción del empleo y la descualificación de la mano de obra, se encuentra, en segundo lugar, la reforma laboral. Aprobada con el visto bueno de los sindicatos mayoritarios y de la patronal empresarial, cuenta con numerosas limitaciones, pero, al menos, subraya la importancia de la negociación tripartita, que ha sido una de las constantes del último Ministerio de Trabajo y que otorga estabilidad a una economía social de mercado que se enfrentará continuamente a perturbaciones económicas. El refuerzo del papel sindical y de la contratación indefinida aspiran a desempeñar un rol de estabilizador en una economía tradicionalmente bipolar y cíclica en la que el capital humano ha jugado siempre un papel demasiado secundario. 

En tercer lugar destaca otro estabilizador de la demanda y de la supervivencia de una buena parte de la población: el Ingreso Mínimo Vital (IMV), aprobado durante el periodo más crudo de la pandemia. Con sus múltiples deficiencias para llegar a los destinatarios más necesitados —algo que refleja las reformas administrativas pendientes—, el IMV podría constituir en el futuro un germen de renta básica.

En cuarto lugar, las subidas en la cuantía del Salario Mínimo Interprofesional, que, como afirman algunos expertos, tienen a la vez efectos positivos y negativos sobre el volumen de empleo, juegan asimismo a favor de una progresiva integración de los trabajadores en la economía nacional —con unas condiciones de contratación más justas— y del papel de una demanda de consumo que podría mantener mejor el impulso comercial de las empresas.

Conviene destacar un último conjunto de acciones de política económica que gozan de menos glamur. Se trata del papel de la política fiscal para enfrentarse a un desafío inflacionario que no va a ser cosa de un día. Buena parte de la moderación de dicha inflación en España (3,1% interanual como último dato), aparte de al timidísimo comportamiento de los salarios, se debe a las subvenciones, a las ayudas y a las medidas de contención de los precios que ha llevado a cabo este gobierno.

Las subidas de tipos de interés ejecutadas por los bancos centrales, que constituyen la medida por defecto desde los años setenta, parecen haber sido mucho menos efectivas, en cambio. Esta refundación del papel de lo fiscal —algo que depende del gobierno y del control del Parlamento, a diferencia de las decisiones del Banco Central Europeo— podrá ser difícilmente ignorada por un gobierno con líneas ideológicas diferentes.

Una norma en la administración de los asuntos públicos es no modificar lo que funciona. Toda reforma debe actualizarse con mimo y escapar, si le es posible, a las tentaciones electoralistas. Los mencionados cambios políticos, que ya son instituciones, podrían iniciar o mantener dinámicas que beneficien a sectores generalmente olvidados y progresivamente apartados de la vida pública. Sobre dichas reformas deberíamos escuchar más durante esta larguísima y calurosa campaña electoral. Si los ingenieros de la confusión, los que susurran a los portavoces políticos, así como las bocinas mediáticas, nos lo permiten esta vez, claro está.