A sangre fría

Hay verdades que no son contradictorias Por ejemplo, Luisgé Martín tiene derecho a escribir 'El odio' si le place, Anagrama lo tiene a publicarlo y el juez hace bien negándose a prohibir preventivamente su difusión. Pero yo también tengo derecho a decir que ese libro no me interesa y no pienso ni comprarlo ni leerlo, a menos que alguien de quien me fíe me diga que su escritura es excelsa.
Y, por supuesto, también están en su derecho todos aquellos que ponen a caldo al escritor y la editorial por presunta falta de buen gusto, ética, empatía o respeto por las víctimas de José Bretón. Y la fiscalía al reiterarle al juez sus sospechas sobre que el libro puede violar derechos fundamentales de los menores.
Nuestro tiempo y nuestras energías son limitadas, así que no existe la menor obligación de leer todos los libros que se publican, ver todas las series y películas que se filman, comprar todo lo que ofrece un supermercado o visitar todos los rincones interesantes del planeta. La vida está hecha de elecciones. A veces fáciles, a veces difíciles. Aunque parezca haberse olvidado en estos tiempos de bulimia consumista, todos tenemos el deber y el derecho de elegir.
El pasado lunes, me preguntaron por el libro de Luisgé Martín en un club de lectura. Es un caso que me interesa, por supuesto. He sido cronista de sucesos, ahora soy autor de novelas negras y siempre he sido un lector voraz de historias de crímenes, de ficción y no ficción. Como autor y como lector, valoro la delicadeza a la hora de abordar estas violaciones de la primera regla de la convivencia humana: no matarás. No me gusta el exceso meramente morboso o sensacionalista de sangre y vísceras. Aprecio que el cronista o el novelista expresen su solidaridad con las víctimas a la par que intentan explorar las causas del desvarío de los criminales. Y siempre pongo por encima de todo la buena pluma. Periodística o novelística, estamos hablando de literatura.
Truman Capote lo hizo genialmente con 'A sangre fría', la obra con la que se está intentando comparar 'El odio'. Como un buen reportero, Capote viajó al lugar de los hechos (Holcomb, Kansas), habló con todos los protagonistas del suceso que pudo y reflejó con precisión sus distintos puntos de vista. Los de los familiares, amigos y vecinos de las víctimas, la familia Clutter, los de los agentes de la ley y el orden y los de los autores de la matanza, Richard Hickock y Perry Smith.
Capote era un hombre de gran sensibilidad, tanto que jamás dejó de sangrar por sus propias heridas emocionales, y a la hora de escribir su novela de no ficción fue exquisito con las víctimas. Las contó con mucha ternura.
Capote arranca presentándonos a los Clutter. El padre de la familia, un granjero próspero y generoso con sus empleados, un cristiano practicante, esposo atento de una mujer depresiva y buen padre de cuatro hijos. Y Capote nos habla con particular cariño de Nancy, la chica del dormitorio de color azul y rosa. “Nancy”, escribe en un momento dado, “se echó a reír. No había estado nunca enferma, ni una sola vez siquiera. Bajó del caballo, se echó sobre la hierba y cogió a su gato. Balanceándolo en el aire por encima de ella, le besó el hocico y los bigotes”.
Pero Capote no sería tan grande si no hubiera tratado también con humanidad a los asesinos, dos especímenes de eso que en Estados Unidos se llama White Trash, basura blanca. Hickock y Smith eran dos perdedores natos. Fueron a la granja de los Clutter a hacerse con una fortuna que solo existía en la imaginación de un excompañero de cárcel y segaron brutalmente cuatro vidas para terminar haciéndose con un botín de 50 dólares. Como todos nosotros, eran poliédricos, autores de una maldad absoluta que mostraban paradójicos detalles de gentileza, como el de Smith al colocarle una almohada bajo la cabeza al señor Clutter antes de rebanarle el cuello. Y Capote, que terminó asistiendo a la ejecución en la horca de los asesinos, la narró como lo que era: otra siega de vidas a sangre fría.
A tenor de lo que sé de él, el libro de Luisgé Martín no parece ser esa obra maestra del periodismo y la literatura que es 'A sangre fría', donde un crimen pavoroso es contado del derecho y del revés con pluma maestra. Reflejaría, en todo caso, una única visión, la del asesino. Luisgé Martín está en su derecho al perpetrar a sangre fría una obra altamente polémica, insisto. Le ampara la libertad de expresión.
Pero nosotros también tenemos derecho a considerar 'El odio' como una lectura prescindible. Así que lo dicho al principio, amigas, amigos, ejerzan su derecho a escoger. No se sientan obligados a leer este libro tan solo porque se hable mucho de él. No sean bulímicos. Pasen si se malician que el autor y la editorial han hecho poco o nada por intentar hablar con Ruth Ortíz, la ex del desalmado José Bretón y madre de los dos niños asesinados. Poco o nada por escuchar los reparos de Ruth a que se le conceda un altavoz tan potente a un machista que la hirió de modo tan cruel. Pasen ustedes de 'El odio' si sospechan que el autor y la editorial se han dejado llevar por la excitación de tener entre las manos un pelotazo comercial.
El derecho a escoger es de lo poco que nos va quedando a los que no tenemos poder ni fortuna. Y aun así no podemos ejercerlo en esas muchísimas ocasiones donde solo hay un producto imprescindible a nuestro alcance, un fármaco por ejemplo. Usémoslo, al menos, en la cultura y el ocio. Hagámoslo mientras podamos.
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