Tal vez algunos lo hayan olvidado, pero Telefónica fue una empresa de todos los españoles. Como lo fueron Repsol, Endesa, Argentaria (¡un banco público!), Gas Natural y Tabacalera, entre otras. Algunas de ellas comenzaron a ser privatizadas durante el mandato de Felipe González. José María Aznar aceleró el proceso y remató la faena, sacando por completo al Estado de esas compañías y poniendo al frente de ellas a amigos y personas de su círculo de máxima confianza. En pleno auge del neoliberalismo, y con la consigna de que los estados no están para gestionar empresas, el Gobierno del PP consiguió con la venta de las ‘joyas de la Corona’ unos 25.000 millones de euros entre 1997 y 1998 con los que sufragó en parte el abultado déficit público español.
Esa consecución de liquidez inmediata a costa de una ola masiva de privatizaciones formó parte de una estrategia más amplia que se vendió con eficacia como el “milagro económico español”. La mayor parte de los analistas y los medios compró con entusiasmo el discurso oficial de que el Estado debía desprenderse de sus participaciones en empresas y dejar estas en manos del sector privado, pretendidamente mejor gestor. Sin embargo, hubo voces sueltas que denunciaron el entramado que ocultaba la fiebre privatizadora, como el inolvidable periodista Jesús Mota, uno de cuyos libros publicados en su momento lleva el elocuente título ‘La gran expropiación. Las privatizaciones y el nacimiento de una clase empresarial al servicio del PP’. Porque de eso se trató: de una expropiación a gran escala de compañías, muchas de ellas de acreditada solvencia, que pertenecían al conjunto de los ciudadanos y que hoy están bajo el control de grandes poderes financieros y fondos especulativos de inversión.
Cuando Aznar llegó a la Moncloa en 1996, el Estado aún mantenía el 20,9% de la propiedad de Telefónica y su condición de accionista de referencia. Al año siguiente, privatizó ese remanente sin pasar por el Congreso de los Diputados y movió los hilos para colocar en la presidencia de la compañía a su viejo amigo de pupitre colegial, Juan Villalonga. La antigua compañía de todos los españoles se puso al servicio de los designios políticos del PP, como quedó patente con su participación activa en la guerra de medios que sacudió al país a finales de los años 90. Mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces, y ahora la noticia es que el régimen despótico de Arabia Saudí, caracterizado por la violación sistemática de derechos humanos y la discriminación de las mujeres, puede convertirse en el principal accionista de Telefónica, a través de la compañía STC Group. Esta ha adquirido el 4,9% de las acciones de la multinacional española e instrumentos financieros para hacerse con un 5% adicional, de modo que quedaría con el 9,9% y eludiría así la exigencia de una autorización del Gobierno para adquisiciones iguales o superiores al 10% en empresas de sectores estratégicos. Sin embargo, en virtud de unas medidas antiopa aprobadas en julio pasado, y dado que Telefónica presta servicios en materia de defensa y seguridad, la ejecución del 5% requiere la evaluación y el visto bueno del Ministerio de Defensa, trámite que puede durar unos tres meses.
Tiene narices la cosa. Una compañía que le fue arrebatada al Estado español terminaría teniendo como accionista de referencia al Estado saudí (o lo que es lo mismo, la familia real saudí). Algo parecido ha ocurrido con Endesa, el privatizado gigante del sector eléctrico y gasístico español, que hoy es propiedad en un 70% de la eléctrica italiana Enel, cuyo principal accionista es el Estado italiano. Sin embargo, en el caso de Telefónica estamos hablando de un Estado extracomunitario que incumple los estándares democráticos más elementales y cuyo régimen se mueve en la opacidad absoluta. Recordemos al respecto que, hace bien poco, la Fiscalía Anticorrupción española archivó la investigación contra Juan Carlos I por la comisión del AVE a La Meca alegando que Arabia Saudí se había negado a aportar la documentación bancaria reclamada por el fiscal. Y ahora, como si nada, los Al Saud pretenden poseer la tajada más grande de la primera compañia de telecos de España y la cuarta de Europa.
La satrapía saudí ha mantenido una relación estrecha con la Corona española, labrada durante el reinado de Juan Carlos, y ha tratado de lavar su imagen internacional a punta de petrodólares, entre otras cosas con inversiones astronómicas en patrocinios deportivos (STC en concreto ha patrocinado al Real Madrid). El país árabe ha conseguido llevarse a su territorio la Supercopa del fútbol español a cambio de un desembolso multimillonario a la Real Federación Española de Fútbol, gracias a los buenos oficios, por llamarlos de alguna manera, del hoy caído en desgracia Luis Rubiales y Gerard Piqué.
Algunos dirán –de hecho, ya lo están diciendo– que estamos en una economía de mercado y Arabia Saudí, como cualquier inversionista, tiene todo el derecho de comprar una participación en Telefónica más allá de las salvaguardas que quepan introducirse por razones estratégicas. Que eso de apelar a violaciones de derechos humanos o discriminaciones contra una parte de la población es propio de “progres trasnochados” y “buenistas de salón”. Son los mismos a los que en un futuro no muy lejano, cuando Washington y Bruselas erijan a China en el ‘enemigo público número uno de Occidente’, veremos vociferar a todo pulmón contra las violaciones de derechos en el país asiático para justificar el cierre de los mercados a los productos chinos. Sí: estamos en una economía de mercado. Pero esta constatación de lo evidente no debe impedir que recordemos cómo se produjo la expropiación de Telefónica a sus dueños originales, cómo unos pocos se forraron con la privatización y cómo una monarquía corrupta y despótica puede terminar convertida en el principal accionista de una compañía que fue ‘joya de la Corona’ de España.