No sé si te acuerdas del verano del año pasado, que nuestra memoria meteorológica es muy corta, y de un año para otro se nos olvidan los calores, los fríos y las lluvias. Yo sí me acuerdo un poco, no porque tenga mejor memoria, sino porque me mudé de casa en lo peor de la ola de calor de finales de julio, y ni yo ni sobre todo los operarios de la empresa de mudanza olvidaremos nunca aquella mañana descargando cajas en un patio sevillano a pleno sol.
Pero venga, refresquemos (o mejor dicho, calentemos) un poco la memoria: el de 2022 fue el verano más caluroso en España y Europa desde que hay registros. En nuestro país superó en casi medio grado el anterior récord, y en más de dos grados la media de décadas. Julio fue el más cálido de la serie histórica, agosto el segundo. Sumamos 42 días entre las tres olas de calor, cuando la media en la década anterior era de 14 días. Solo la ola de julio (la de mi mudanza) duró 18 días. Con sus noches tropicales.
Si recuerdas, el año pasado circuló la “broma” de que 2022 no era el verano más caluroso de la historia, sino el verano más fresco del resto de nuestras vidas. Era una forma de concienciarnos de la crisis climática, pero todos nos reímos y compartimos el chiste.
Y aquí estamos, 2023. Igual ya se te ha olvidado (la memoria meteorológica es corta), pero en abril ya pasamos mucho calor. El pasado 23 de abril la Aemet lanzó el primer aviso por calor de su historia en un mes de abril, para el valle del Guadalquivir. El anterior aviso más tempranero había sido en 2022, el 19 de mayo. Este año en mi tierra adelantamos la caló un mes. Venga, seguimos con récords: abril ha sido el más caluroso de la historia en la mayoría de provincias. Junio, el más caliente registrado en el mundo, especialmente la temperatura del mar. Desde el verano pasado hasta ahora han empeorado todos los indicadores climáticos. Todos. Y en algunas provincias se han batido marcas de días sin llover. Hasta que el agua cae de golpe y se lo lleva todo por delante, como el otro día en Zaragoza, que los fenómenos extremos no solo son de calor.
Esta semana disfrutaremos la segunda ola de calor, y apenas hemos empezado julio. Los informativos enseñan termómetros callejeros de escándalo y juegan a apostar en qué provincias se batirá algún récord de temperatura máxima, todo en un tono muy deportivo, casi de salir a celebrarlo si lo conseguimos. Conclusión: los expertos ya se temen que 2023 supere a 2022 como el más caluroso, gracias a la llegada del Niño, que añadirá algún grado más a la hoguera. Es decir, que puede ser el segundo verano más fresquito del resto de nuestras vidas.
¿Y qué hacemos? El peligro de todas estas informaciones es que nos abrumen y nos paralicen, que lo demos todo por perdido, sálvese quien pueda, cómprate un aire más potente. Pero tampoco podemos culpar a la sobreinformación de nuestra inacción. Hablamos mucho de ecoansiedad por la crisis climática, pero yo más bien veo un ecorelax muy extendido, de ver venir las olas y los récords y comentarlos como se habla siempre del tiempo: conversación de ascensor. Yo el primero, que escribo hoy este artículo y a otra cosa, mariposa.
¿Qué hacemos? ¿Seguimos contando olas, cantando récords y ordenando el ranking de veranos más fresquitos del resto de nuestra vida? ¿Cómo convertimos la crisis climática en prioridad política, cómo asumimos que nos estamos jugando vidas y salud, pero también nuestra economía -la agricultura y el turismo los más afectados- y nuestro futuro? No sé la respuesta pero, para empezar, tenemos una fácil a mano, que tampoco exige mucho esfuerzo: leernos los programas políticos de los partidos para las próximas generales. Quiénes son los negacionistas, quiénes los que hablan de cambio climático pero sin ambición en las medidas (y además pactan con negacionistas), y quiénes colocan la emergencia climática en el centro de sus propuestas.