Hace un par de semanas se presentó el Libro de estilo de la justicia, un proyecto impulsado por el CGPJ y la RAE que aborda la cuestión de la (falta de) claridad de los textos judiciales. Lejos de ser un asunto peregrino de interés para las altas esferas de la judicatura o lingüistas aficionados a los manuscritos polvorientos, la accesibilidad y claridad de los textos oficiales es un asunto fundamental que nos afecta en no pocos aspectos de nuestra vida.
Los textos judiciales resultan por lo general incomprensibles para el común de los mortales. Nada nuevo bajo el sol: quien más, quien menos, todos tenemos experiencia bregando con documentos oficiales que resultan imposibles de entender. Los informes médicos o las comunicaciones administrativas son otros de los sospechosos habituales, textos en los que la nomenclatura florida y el futuro de subjuntivo campan a sus anchas sembrando el caos y el desconcierto. Basta con echarle un ojo a los textos del BOE o de la declaración de la renta.
¿Pero no resulta perverso que la lengua en la que se redactan textos tan relevantes y trascendentes para las personas como son una resolución judicial, las indicaciones ante un procedimiento sanitario, una hipoteca o un contrato laboral resulte oscura cuando no directamente incomprensible para los destinatarios? Que el español de Góngora no sea apto para todos los públicos no es demasiado grave. Pero que los textos con los que la administración se comunica con la población resulten opacos o directamente incomprensibles es un problemón.
El Estado debería tener la obligación de comunicarse con los ciudadanos de una forma que resulte clara y comprensible para toda la población adulta, sea cual sea su extracción social, nivel cultural, diversidad funcional u origen geográfico. Es más: la claridad debería ser de cumplimiento obligatorio para todos los documentos públicos o privados que conlleven un compromiso importante sobre las personas, como son los contratos laborales, bancarios o las indicaciones sanitarias. La claridad no debería ser una opción dejada a la vocación pedagógica del funcionario o especialista de turno. No es admisible que la información sobre nuestros derechos o las obligaciones a las que nos comprometemos esté en mano de los iniciados.
Y es que el oscurantismo textual es una forma ruin de ejercicio de poder: expresar información relevante para la vida de las personas (que, para más inri, con frecuencia atañe a sus derechos) en textos farragosos de oraciones imposibles y vocabulario indescifrable parece parte de una estrategia para aburrir al ciudadano a golpe de subordinada y hacerle desistir de su reclamación o directamente para que no sea consciente de sus derechos o de los compromisos que está adquiriendo. El caso de los preferentistas es un ejemplo tristemente célebre de abuso de poder por parte de las entidades financieras que maquillaron una estafa con palabrería técnica.
Es cierto que la opacidad de los textos jurídicos tiene su razón de ser: son documentos en los que especialistas describen cuestiones técnicas que requieren de gran detalle, y por lo tanto las denominaciones son muy especializadas y absolutamente desconocidas para quien no forma parte del gremio. En ningún caso se trata de simplificar la terminología legal o médica cuando el destinatario del informe es otro especialista en la materia. Los profesionales de la salud, del derecho o de cualquier otra disciplina técnica claro que necesitan ser precisos cuando escriben y echar mano de la terminología propia de su profesión para poder trabajar. No es cuestión de convertir los protocolos médicos en Teo va al hospital. La cuestión es si tiene sentido que los textos que no van dirigidos a los profesionales del ramo sino que supuestamente son de interés para la ciudadanía general estén redactados en una jerga a todas luces incomprensible.
Afortunadamente, somos cada vez más conscientes de la necesidad de que cuanto nos rodea sea accesible para todos, también para las personas con diversidad funcional. Las señales acústicas de los semáforos, la subtitulación de series y películas, las rampas y ascensores, la interpretación a lengua de signos, la audionavegación. Que hagamos las calles, las localidades y la vida en general un poco más usables, más fáciles y más amables para todos es una buena noticia. Pero por algún motivo, la lógica de los bordillos no la aplicamos al contenido de los textos, cuando obligar al recién emigrado que aún no domina la lengua del país al que acaba de llegar a enfrentarse a una burocracia de documentos gongorinos y opacos que asustarían incluso a un hablante nativo es, como poco, hostil y claramente evitable.
La reclamación por un lenguaje claro y sencillo no es nueva: hay un nutrido ramillete de instituciones y especialistas que piden desde hace tiempo la simplificación de la lengua jurídica y administrativa. Pero la accesibilidad lingüística no puede seguir siendo un lujo o un capricho dejado a la buena voluntad de los individuos o de las instituciones que deciden apostar por este tema. La claridad lingüística es una forma de justicia social y el Estado debería garantizar a los ciudadanos el derecho a comprender.