El caso de la agresión sexual de tres hombres, exjugadores de fútbol de la Arandina, a una menor y de la reacción social tras su condena a 38 años por violación puede llevarnos a muchas reflexiones. Por ejemplo, que para una parte de la sociedad violación es solo la agresión que comete un desconocido en un callejón oscuro. Lo que esa parte de la sociedad no alcanza a ver o no quiere comprender es lo que muchas mujeres llevan años tratando de contar, que muchas violaciones son cometidas por hombres conocidos y en escenarios donde quizá parte de la interacción fue consensuada.
Mantener esa imagen estereotipada de las violaciones es más inofensivo para el sistema. Por un lado, porque las agresiones o abusos se presentan así como algo sorpresivo y ocasional, la mala suerte que les toca a algunas. Por otro lado, porque ayuda a mantener oculta toda una bolsa de violencia sexual que está muy presente en la vida de las mujeres y que no casa con el estereotipo. Si lo que te ha pasado no coincide con esa imagen, entonces no es una violación, no eres una víctima, no le damos importancia, no hay nada que debamos hacer.
Esa parte de la sociedad se resiste a identificar la palabra violación en los relatos que muchas mujeres hacen de las agresiones y abusos que han sufrido porque hacerlo implica dar un vuelco al concepto tradicional del sexo y del papel que el patriarcado nos ha asignado a mujeres y hombres. El sexo no es un contrato irrevocable que una vez firmado tengamos que cumplir de una manera determinada y unívoca, sino una interacción que se valida conforme sucede. Por eso, muchas interacciones comienzan con consenso y este se quiebra en algún momento. En ese instante, el sexo deja de serlo y pasa a llamarse agresión.
Cambiar esa noción del sexo y de la violación implica terminar con esa norma no escrita y aún extendida de que una vez que comienzas a interactuar ya todo vale. El comienzo de una interacción -un mensaje, una cita, un beso, una insinuación, sexo oral, una foto subida de tono- no valida todo lo que suceda después. Tampoco valida los hechos la forma en la que la mujer que los sufre se comporta después. Precisamente por la estupefacción, por la incapacidad de reconocernos como agredidas y de identificar como agresores a los hombres que conocemos y que incluso nos gustan, o por la vergüenza y el estigma social, muchas mujeres esconden lo sucedido, lo camuflan o no lo nombran como violación.
Es más sencillo ver violaciones ocasionales producto de la mala suerte que una violencia sexual y una cultura de la violación estructural que implica, entre otras cosas, el descrédito sistemático de las mujeres, nuestros comportamientos siempre en el punto de mira. Antes era que llevábamos minifalda y caminábamos a oscuras de madrugada; ahora que reivindicamos nuestro derecho al placer y a la autonomía sexual resulta que no podemos meternos en la cama si no es para hacer lo que ellos dicen como ellos dicen.
Es más sencillo ver monstruos que hombres. Amigos, colegas, hermanos, padres, novios, amantes. Cuesta verles como agresores, preferimos conservar intacta su imagen, no cuestionar el vínculo que nos une ni poner en entredicho sus acciones. Es más sencillo atribuir las agresiones a monstruos, difuminar las acciones concretas y convertirlas casi en leyendas cometidas por bestias. Así podemos decir que no son ellos -no son los amigos, los hermanos, los colegas, los novios- sino otros, seres con cabezas deformadas, seres casi sin entidad humana. Pero la tienen, así que no combatamos monstruos, combatamos la cultura de la violación.