¿Y si a la izquierda no hay quién la entienda?
La victoria de Donald Trump ha sido también la constatación del triunfo de una tendencia que lleva muchos años entre nosotros, pero que ahora es mayoritaria y a veces insoportable: la absoluta desinhibición verbal en la conversación pública, especialmente en la extrema derecha y los movimientos populistas. Hace ya muchos años, en 2010, el escritor Javier Marías se quejaba de que España era el país más grosero de Occidente. Sin embargo, encontraba una ventaja en la zafiedad reinante: nos proporcionaba una información muy valiosa sobre las personas. Marías creía que nunca tomaríamos como ejemplo ni votaríamos a alguien que soltara salvajadas y usara un vocabulario brutal. Él ponía algunos ejemplos de ese año, como llamar “chochitos rosáceos” a las adolescentes o decir que los muertos del terremoto de Haití de 2010, en el que fallecieron 316.000 personas, eran la forma en “la que el mundo hace limpieza”. Su inmenso talento no le impidió equivocarse en esta predicción, aunque el mundo sería más habitable si hubiese acertado. Vemos ya que las barbaridades que ha dicho Trump en campaña y durante toda su vida no solo no han impedido que la gente le vote, sino que han jugado a su favor, y que los populismos de derecha y sus simpatizantes encuentran un gran placer en decirlo todo sin ninguna restricción formal ni moral.
Marías sí acertó en que las personas que carecen de escrúpulos y límites a la hora de expresarse nos proporcionan una información muy valiosa sobre ellas. La ultraderecha iconoclasta, deslenguada y faltona contra mujeres, inmigrantes, ONG, extranjeros, contra la justicia social, la solidaridad, el estado o los adversarios políticos ha descubierto la fuerza que tiene la expresión del resentimiento, el odio y la revancha. Ha descubierto una noción de la libertad y la libertad de expresión, perversa pero eficaz, que conecta con muchos ciudadanos de cualquier clase, condición, raza o sexo. En 2018, en una de sus insufribles entrevistas en las que hace sudar tinta al periodista que se atreve a cuestionarlo, el escritor Bret Easton Ellis dijo que los progresistas de todo el mundo estaban exagerando con Trump, dando excesiva importancia a sus salidas de tono, que el americano medio consideraba anecdóticas y graciosas: “A las mujeres que conozco, muchas de las cuales votaron por Trump, el comentario sobre 'agarrarlas el coño' (grab them by the pussy) no les molestó, porque crecieron con la realidad de que tenían tres hermanos, o tenían dos hermanos, y esta conversación entre ellos o con amigos en los vestuarios era una realidad. El hecho de que Trump realmente lo hiciera o no, no iba a decidir su voto por él”. Easton Ellis aseguraba que la izquierda sufría una reacción histérica y puritana respecto a Trump y sus excesos verbales tras su primera victoria y esa reflexión puede explicar las razones del éxito del desparrame verbal populista al que estamos asistiendo, ya en todo su esplendor y vulgaridad.
Mientras la derecha se entregaba con euforia al mal hablar (o en lenguaje del reality Gran Hermano, a tirarte las verdades a la cara) la izquierda, en su mejor tradición oscurantista en lo que al discurso se refiere, se encerraba aún más en un lenguaje identitario y a veces casi sectario, solo para iniciados y conocedores de oráculos franceses como Derrida, Bourdieu o Deleuze. Hace escasas semanas, Pere Aragonès, ya retirado de la política y sin nada que perder, advirtió de que la izquierda tiene que hablar para que la gente la entienda, sin hermetismos ni eufemismos, si quiere recuperar peso en la conversación pública. Cómo no acordarse en estos momentos del “núcleo irradiador” de Íñigo Errejón, la mejor muestra de que en la izquierda alternativa actual las palabras y las teorías han llegado a importar más que la realidad o, como diría el propio Errejón, cómo el personaje de izquierda ha devorado a la persona de izquierda. Mucha gente que milita en partidos políticos progresistas ha tenido que cambiar su forma de expresarse para ascender dentro del aparato, y hay una ortodoxia verbal propia de ERC, de Sumar o de Podemos que, en mayor o menor medida, condiciona el discurso y a veces lo hace ininteligible. Hablar de justicia social, igualdad y derechos exige hacerlo sin pedantería, expresiones trilladas o términos enigmáticos, con palabras, como diría Cervantes, “significantes, honestas y bien colocadas”.
Entre el estercolero verbal que es un mal viernes en X, sin ningún freno a los impulsos más desagradables, y la cháchara hermética y deliberadamente confusa (solo para iniciados) hay un amplio espacio para la convivencia, el diálogo y los intercambios de opinión claros, honestos y educados. A la izquierda no le basta con que sus ideas e iniciativas sean buenas, que mejoren la vida y aseguren la libertad de la inmensa mayoría de los ciudadanos, hay que saber comunicar que lo son. Sobreponerse al griterío populista actual y hablar no a una minoría, sino para que te escuchen y entiendan la mayoría, es uno de los grandes retos de la izquierda.
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