En Arizona, EEUU, se produjo hace un par de semanas una escena que podría formar parte de los descartes de guion de The Handmaid's Tale. La escena es la siguiente, agarraos bien a la silla: Un senador estatal de extrema derecha de Arizona encabezó un círculo de oración en el senado estatal para rogar que la prohibición del aborto de 1864 se convirtiera nuevamente en ley.
Sus oraciones en la Cámara de todos fueron convenientemente respondidas al día siguiente cuando la Corte Suprema de Arizona dictaminó que esa ley de 1864, una ley zombie centenaria, una ley que nació durante la Guerra Civil estadounidense, una ley que nació cuando las mujeres no podían ni votar, podría entrar en vigor. La norma en cuestión confirma la prohibición casi total del aborto sin excepciones por casos de violación o incesto. Por supuesto, lo de Arizona no es una excepción en EEUU. Actualmente, 14 estados norteamericanos están aplicando prohibiciones del aborto en todas las etapas del embarazo, con excepciones limitadísimas. Los médicos incluso tienen miedo de capacitarse en estados donde el aborto está prohibido.
Pocos días después de la distopía arizónica, conocimos que el Gobierno de Giorgia Meloni acaba de aprobar un paquete de enmiendas para la recepción de los fondos europeos pospandemia que incluyen la posibilidad de que las llamadas asociaciones antiaborto entren en las clínicas para coaccionar y acosar a las mujeres. En Italia, en EEUU, en Hungría, en Polonia, en Malta: la corriente de incalculable crueldad a las mujeres embarazadas no deja de crecer. Ahora mismo, millones de mujeres viven con la certeza de que un embarazo no planificado puede arruinar su vida, su educación, su carrera, su economía, sus expectativas o sus relaciones. Millones de mujeres viven bajo la indignidad de saber que el país en el que viven, o el estado en el que viven, puede casi que obligarlas a tener un hijo cuando no lo desean.
La política antiaborto tuvo durante años una serie de argumentos bastante consensuados. Véase: el peligro de los abortos ilegales o las implicaciones crueles y devastadoras de mantener un embarazo fruto de una violación o de un incesto. Principios tan básicos que eran intocables. Eran. Porque así estamos: en el renacer, refinado y cruel, de la mujer como sujeto pasivo al que criminalizar, vigilar y someter.
Al menos nos queda Francia, donde se ha tomado la decisión histórica de garantizar constitucionalmente el derecho de las mujeres al aborto. Pero el retroceso global es muy alarmante. Ya se ha deformado hasta la forma en la que hablamos sobre el aborto. Incluso podemos sentirnos tentados a describir la entrada de grupos de presión antiaborto en las clínicas como algo moderado, si lo comparamos con lo que está pasando en algunos estados de EEUU. Te gritan, te humillan, de tildan de mala persona, te acosan, te coaccionan, pero oye mira, al menos puedes abortar.
Los estándares de dignidad y libertad de las mujeres están cayendo a niveles no del siglo pasado, sino de hace literalmente dos siglos. La mala noticia para estos legisladores nostálgicos es que ahora, vaya por Dios, las mujeres votamos. En junio lo haremos en las elecciones europeas en las que hay bastante en juego. No pretendía terminar esta columna con una frase hecha y manida, pero es que así están las cosas.