La sinfonía de las puertas que se abren

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El romero y las zarzas lo invaden todo. Las higueras crecen libres en medio de un patio de colegio o justo en el centro de lo que un día fue un jardín y ahora es un montón de escombros. Un lío de cemento mezclado con recuerdos. Cuesta imaginar a niños jugando y gritando al borde de los caminos, haciendo equilibrios por no caerse o perder la pelota. La maleza se enreda con la arcilla, que es roja y lo cubre todo, como si acabase de pasar una tormenta de verano por toda la superficie. Las casas no son blancas o azules. Son rojas, como las montañas, la sangre y los caminos. 

Se acerca el otoño. Los chopos han comenzado a perder sus hojas secas y muestran sus vergüenzas. Los altos árboles custodian un río que baja poco caudaloso y que solo crece después de las tormentas. Ahí sí, la corriente se muestra fiera mientras arranca flores y raíces y amenaza con arramblar los puentes enclenques levantados con ladrillos hace más de 50 años. 

Un pájaro carpintero huye de un almendro al oír a un coche aproximarse. Cuando llegue el invierno el lugar amanecerá con temperaturas gélidas y alcanzará a duras penas los 10 o 15 grados por la tarde. Se sucederán las heladas acompañadas del cierzo y de los días cortos que hace tiempo ya agriaron el carácter de sus pobladores. ¿Por qué se fueron todos? ¿Por qué no quedó nadie?

La caseta alta y rectangular donde antes había un transformador de la luz está vacía y de su interior no entran ni salen cables. Nada. Es posible que el alumbrado no funcione y que el cableado que recorre el pueblo sea un mero ornamento, como unas luces navideñas fundidas sobre un abeto de plástico. Los postes de madera oscura dibujan diagonales siniestras sobre el suelo y luchan por no caer de manera definitiva. ¿Y si un día todo volviera a encenderse? ¿Y si las bombillas que faltan lucieran de nuevo? Las farolas y los murciélagos siguen en sus puestos, pero faltan los paseos nocturnos.

Los pasos resuenan y las palabras producen un profundo eco que rebota en las montañas del fondo y regresa hasta los visitantes. Los cuervos vuelan al tiempo que graznan. También se distingue el chirriar de varias puertas que se abren y se cierran sobre sus bisagras oxidadas. Sus cerrojos no funcionan, de modo que, accionadas por el viento, retumban incesantes en el valle diminuto. Son como un quejido, como una llamada de atención. ¡Estamos aquí, miradnos!

Como si de una orquesta se tratase, tres, cinco o diez puertas de todos los colores y tamaños se despegan de su marco para mostrar el interior de casas vacías, que un día fueron el hogar de una familia, la escuela de varias generaciones, el teleclub en el que juntarse para jugar al parchís o tomar el primer trago.

Dentro no hay casi nada. Un periódico de los 90 con noticias sobre ETA, un cuadernillo de tareas para Lengua con un dictado fechado en 1986, una montaña de ropa sucia y raída que nadie quiso en su hatillo, un salón con dos sofás y una chimenea llena de hollín. Todo amenazado por un inminente peligro de derrumbe. 

Los antiguos pobladores cerraron todas las puertas al salir, eso seguro, sin embargo las piezas de madera, aburridas y astilladas, volvieron a abrirse poco después. Desde entonces, resuenan como en una sinfonía, acompañadas del canto de chicharras, lobas y tordos. Mientras los edificios sigan en pie, la música seguirá sonando.