“No hay nada más machista que una mujer machista”.
“La culpa del machismo la tienen las mujeres que son las que educan”.
Pocos habrá que no hayan oído estas u otras frases infinidad de veces. Y se puede oír tanto en boca de hombres como de mujeres. Más de hombres, para qué nos vamos a engañar, pero también de mujeres.
¿No hay nada más machista que una mujer machista? Sí, claro que puede haberlo y lo hay. Por ejemplo, un hombre. Por ejemplo, que puedan producirse cuatro feminicidios en menos de dos días y ningún político haya hecho mención alguna. Por ejemplo, que la cuenta oficial en Twitter de la Policía (quien supuestamente vela por tu integridad) celebre San Valentín diciendo que “si te roban un beso, no es delito” en un país donde se denuncia una violación cada 8 horas. Y cuando, de hecho, sí es un delito penado por la ley.
La aseveración de que no hay nada más machista que una mujer machista es en sí machista. Muchas feministas defienden, y con razón, que no existe la mujer machista sino mujeres colaboracionistas involuntarias del machismo. Y si esto es así, es porque las mujeres también hemos crecido bajo el mismo sistema patriarcal que ellos. ¿Cuál es la diferencia entonces? ¿Por qué ellos son machistas y ellas meras colaboradoras involuntarias? La respuesta es muy sencilla en realidad: ellos se benefician del sistema patriarcal mientras que ellas son sus víctimas. Además, no simples víctimas sino víctimas alienadas por la educación recibida. Todas estamos alienadas en mayor o menor medida y el feminismo no busca otra cosa que concienciar de esta alienación.
Decir, además, que las culpables del machismo son las mujeres porque son las que educan es aceptar que la educación de los niños recae únicamente en ellas. No sólo se exime con una frase la corresponsabilidad del hombre en la crianza de los hijos sino que, además, se culpa a la víctima de su propia suerte. Ambos son argumentos muy usados sobre todo por hombres para quitarse una responsabilidad que es casi exclusivamente suya, como también son exclusivos para ellos los privilegios que reciben.
Pero dejando por una vez de lado a los hombres, vamos a centrarnos en nosotras. ¿Duele más oír estas frases en boca de mujeres? Puede. Porque luchas contra un sistema que te está oprimiendo tanto a ti como a otra compañera, mientras compruebas que no sólo no la tienes de apoyo sino que está siendo un obstáculo en el camino. Pero no es fácil desaprender lo aprendido. Y lo aprendido es mucho y durante mucho tiempo.
Entre muchas de las ideas que la sociedad nos imprime, y puede que la más perversa, está la concepción de que las mujeres, por defecto, somos enemigas. Nos enseñan a vernos entre nosotras como rivales y competidoras. Nunca sentimos que tengamos que competir con hombres, ni en lo laboral ni en ningún otro ámbito.
Puede que ésta sea la mayor victoria del patriarcado. Frases que todas hemos oído o dicho algún momento como “yo siempre me he llevado mejor con los chicos”, “prefiero un jefe a una jefa” son sólo el reflejo de esta victoria. Porque tanto a quien pronuncia esa frase como a su jefa, tanto a ella como a otras mujeres, nos han enseñado que entre nosotras no debemos pasar ni una, porque si somos enemigas, la confianza es algo que debes ganarte pasando muchas más pruebas que las que tiene que pasar un hombre. Y el mismo razonamiento que usa la mujer que dice “prefiero un jefe que una jefa” es el que usa la propia jefa, otra mujer, cuando prefiere en su equipo a hombres antes que a mujeres.
Por eso del feminismo surgió la sororidad.
La feminista Marcela Lagarde lo describió así: “Es una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y la alianza existencial y política, cuerpo a cuerpo, subjetividad a subjetividad con otras mujeres, para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer (...) Sumar y crear vínculos. Asumir que cada una es un eslabón de encuentro con muchas otras y así de manera sin fin. El mecanismo más eficaz para lograrlo es dilucidar en qué estamos de acuerdo y discrepar con el respeto que le exigimos al mundo para nuestro género”.
La sororidad pasa no sólo por no vernos como enemigas, sino por reconocernos como cómplices, por saber categorizarnos políticamente dentro del mismo espectro y luchar juntas contra aquellas opresiones que tiene a nuestro género como el centro de todas las dianas. La sororidad es tan necesaria como el feminismo en sí, y no pueden no ir unidos.
La lucha feminista no sólo es pelear y revolverse contra el patriarcado, también es aliarse con las demás para conseguirlo. Algunas pondrán más o menos impedimentos, tardarán más o menos en percibir que esta lucha es también la suya y que es legítima, pero la lógica feminista acabará por convencernos a todas. A más sororidad, más rápido avanzaremos.
Hay cosas más machistas que una mujer machista, pero sin sororidad no acabaremos nunca con ellas.