Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas

Hace años vi en una pared desconchada de Bogotá una pintada que se me incrustó en la memoria. “Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”, decía. Nunca supe a qué situación concreta se refería el autor, pero su mensaje transmitía con admirable ingenio y supongo que con cierta angustia un estado de confusión ante un cambio abrupto de paradigmas. Recordé aquella pintada al leer días atrás una entrevista de José Luis Rodríguez Zapatero en El País, en la que el expresidente del Gobierno, a propósito de China, hace unas reflexiones acerca de ciertos conceptos que, a su juicio, debemos someter a una “revisión intelectual”.
Durante décadas, la mayoría de los occidentales ha asumido como un dogma la superioridad de su sistema de organización cimentado en la democracia pluralista y el liberalismo económico (con controles y mecanismos de redistribución de la riqueza en el caso europeo). Y ha considerado casi como un deber moral exportar ese modelo a todos los rincones del planeta, ya sea por medios coercitivos –condicionando la relación con terceros países a su apertura democrática y económica– o persuasivos –confiando en que los países con regímenes autoritarios acaben rendidos ante las bondades del capitalismo y que este les conduzca, con su supuesta potencia emancipadora, a la democracia y las libertades–.
Pues bien, Zapatero nos dice que todo eso es “pensamiento occidental”. Que la idea de que el desarrollo económico abre paso a la libertad es muy atractiva, pero irreal. Que tenemos una “tendencia terrible a interpretar un mundo de 8.000 millones de personas a partir de los algo más de 800 que somos en Occidente”. Y, a modo de síntesis, sugiere atenernos a la carta fundacional de la ONU, que “mandata la cooperación entre todos los países, sin distinguir regímenes políticos”.
Se compartan o no sus opiniones, el debate que propone el expresidente es interesante. Y trascendental para el progresismo en estos tiempos de caos y confusión. ¿Es moralmente defendible el principio de cooperar con cualquier país sin tener en cuenta su régimen político porque lo diga un documento firmado ocho décadas atrás que, en el fondo, lo que pretendía era consolidar una especie de pacto de no intromisión entre las dos grandes potencias vencedoras de la Segunda Guerra, Estados Unidos y la Unión Soviética? ¿Debemos obviar en nuestras relaciones con China las violaciones de derechos humanos que se cometen en ese país, según acreditan los informes de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la misma ONU? ¿Debemos pasar por alto su sistema productivo basado en una despiadada explotación laboral mientras criticamos con frecuencia a las empresas europeas que se lucran de él? Preguntas semejantes valdrían también para Corea del Norte con su régimen tiránico, para el Israel de las masacres en Gaza, para Rusia con su gobierno despótico y belicista, para Venezuela con su fraude electoral y la represión de los opositores, etc, etc.
Ahora bien, podríamos formularnos al mismo tiempo otros interrogantes: ¿tiene Occidente autoridad moral para establecer exigencias en las relaciones internacionales, sea en el ámbito político, económico o comercial, teniendo a sus espaldas un historial imperialista y colonialista en el que ha sometido y arrollado culturalmente a pueblos enteros? ¿Es realmente nuestra democracia liberal el menos malo de los sistemas, como se nos repite una y otra vez? Y si lo creemos, ¿por qué no asumimos sin alharacas que ese sistema solo incumbe a nuestra porción minúscula de la población mundial y dejamos que el resto de la humanidad decida por sí mismo cómo organizarse, siguiendo sus procesos históricos particulares?
No voy a pecar de ingenuidad: los gobiernos occidentales nunca han tenido reparos para colaborar y comerciar con regímenes autocráticos y tiránicos, desde Rusia hasta las satrapías árabes del Golfo. Sin embargo, lo habitual ha sido durante décadas acompañar esos intercambios con alguna señal de preocupación, así fuera con la boca bien pequeña, por la democracia y los derechos humanos. En mi época de corresponsal diplomático, cuando los periodistas acompañábamos a Aznar o Zapatero en sus visitas a países con regímenes no democráticos, indagábamos si habían trasladado a sus interlocutores alguna inquietud por la situación de los derechos humanos. Si no lo habían hecho, montábamos la de Dios. Probablemente no éramos más que marionetas de un juego hipócrita guiadas por una frívola arrogancia occidental, pero, ¿no es preferible la preservación de al menos ese juego a la aceptación normalizada de sistemas que chocan frontalmente con eso que llamábamos hasta hace bien poco con orgullo los “valores de la Ilustración”?
El caso de China es clave en este debate, porque a su poder extraordinario suma un comportamiento muy singular en la escena internacional. China es quizá el país que cumple más a rajatabla el artículo de la Carta de la ONU citado por Zapatero que mandata colaborar con otros países sin tener en cuenta su régimen político. Pekín hace negocios con quien quiera negociar, sin inmiscuirse en los asuntos internos de su contraparte, y de ese modo se ha hecho con buena parte del territorio africano, se ha convertido en un socio comercial de América Latina casi equiparable a EEUU y es la gran potencia del mercado asiático. A diferencia de Estados Unidos y Rusia, ha conseguido esa expansión económica sin recurrir a guerras, lo que constituye un punto indiscutible a su favor. Esa estrategia basada en el pragmatismo puro y duro no es nueva, si bien el actual presidente Xi Jinping, la ha llevado a su máxima expansión. Hace 40 años, en una visita a China, el entonces presidente, Felipe González, preguntó a Deng Xiaoping si era posible conciliar el discurso comunista con la economía de mercado que comenzaba a introducir en su país. Su anfitrión le respondió con un proverbio: “Gato blanco o gato negro, a nadie importa, si caza ratones”. González quedó fascinado con aquella respuesta y seguramente encontró en ella una fuente de inspiración para el pragmatismo del que hizo gala durante sus años en la Moncloa.
En estos tiempos de furia y aranceles, muchas voces desde la izquierda, airadas –con motivos– contra Trump y sus secuaces, piden a Europa que se abrace a China. Algunas, más que por mero pragmatismo coyuntural, lo hacen con vivo entusiasmo, en medio de alabanzas a las virtudes del gigante asiático. Es posible que esa actitud esté exacerbada por un viejo sentimiento anti-estadounidense arraigado en la izquierda por la forma avasalladora en que Washington ha ejercido tradicionalmente su poder y que ha aflorado con fuerza a raíz de la irrupcion de Trump. Pero... ¿China? ¿Aceptamos acríticamente a China? ¿La erigimos sin más en nuestra nueva socia porque expande pacíficamente su poder? Es un hecho incuestionable que la tempestuosa situación internacional está poniendo a prueba al progresismo y lo obligará a enfrentarse a debates muy serios en los próximos tiempos. Las preguntas están cambiando a una velocidad vertiginosa, y de las respuestas que les demos dependerá el tipo de progresismo que afrontará el mundo azaroso que viene.
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