Es habitual que en las conversaciones en las que se nombra el feminismo surjan voces críticas (y frecuentemente desinformadas) que preguntan con indignación por qué se usa el término “feminismo” para hablar de la lucha política por los derechos de las mujeres. Aunque con distintas variaciones, el argumento estrella al que se alude con frecuencia para señalar la supuesta inadecuación de la palabra feminista es que si se trata de un movimiento político que busca la igualdad, ¿no habría de llamarse igualitarismo?
Lo que suele ser menos conocido es que la palabra feminismo, antes de ser una etiqueta política, era usada como insulto.
La palabra feminismo nace muy lejos de la lucha civil y de las reclamaciones políticas con las que hoy asociamos el término. La acuña el médico francés Fanneau de La Cour a finales del siglo XIX para referirse al cuadro clínico que presentaban los hombres enfermos de tuberculosis que perdían los caracteres sexuales secundarios: se decía que los pacientes tuberculosos a los que se les caía la barba y se les redondeaban las facciones sufrían de feminismo, porque parecía que se feminizaban.
En 1872, Alejandro Dumas hijo (hijo del Alejandro Dumas de 'Los Tres Mosqueteros' y también escritor) retoma la palabra feminista en un folleto con el muy prometedor título de 'El hombre-mujer' para referirse con desprecio y cierto cachondeo a los hombres que apoyan la causa sufragista. Según Dumas, aquellos hombres que simpatizaban con la lucha de las mujeres por sus derechos sufrían de feminismo, es decir, eran (metafóricamente) hombres que habían perdido su virilidad y se habían feminizado, como les ocurría a los tuberculosos. Unos años más tarde, la sufragista francesa y pionera feminista Hubertine Auclert se reapropia del término feminismo para usarlo en el sentido político con el que hoy lo conocemos.
Feminista es solo un ejemplo más del proceso de reapropiación de un insulto por parte del colectivo al que se busca atacar. Puta, bollera o maricón son otros casos recientes de palabras acuñadas y usadas en su origen con intención peyorativa que han sido reclamadas y asumidas con orgullo por el propio colectivo insultado.
Además de ser una forma ingeniosa de desmontar al interlocutor, la reapropiación del insulto es un acto de reivindicación política. Cuando nos reapropiamos de un insulto, lo que estamos haciendo es abrazar con alegría aquello con lo que los otros aspiraban a estigmatizarnos, dejando claro que no sentimos ninguna vergüenza ni deshonra por aquello que intentan afearnos. Al hacer bandera de la ofensa, no solo se desactiva el insulto y se desmonta el ataque, sino que además se le da la vuelta a la tortilla poniendo en evidencia a quien intentaba herir.
Los insultos funcionan como el dinero o como el prestigio: solo tienen valor mientras el grupo se lo otorgue, así que si el propio colectivo insultado pasa a autodenominarse con el término con el que se le intenta ofender, el insulto deja de funcionar.
Queer es una palabra que se ha colado en los últimos años en el activismo LGTB+ y en la rama de la filosofía que analiza de forma crítica y disidente la identidad y la orientación sexual hegemónicas. Hay teoría queer, movimiento queer, activismo queer, cine queer, hasta tango queer. Si no conocemos la historia de la palabra, en español queer nos puede parecer un tecnicismo académico propio de manifiestos activistas o disertaciones filosóficas. Pero bajo su aspecto inofensivo, la palabra queer también esconde la historia de un insulto reapropiado.
Queer era una palabra habitual en inglés para referirse despectivamente a toda aquella persona que se salía de los estrechos márgenes de la normalidad sexual imperante y que fue reapropiada por el activismo LGTB a finales de los años ochenta. El equivalente en español más cercano podría ser rarito, desviado o maricón, según el contexto. Al traernos queer tal cual al español, hemos perdido por el camino toda la connotación histórica que la palabra tenía en su origen, y, por lo tanto, también nos hemos quedado sin buena parte de su fuerza política, puesto que su significado original es opaco para los hispanoparlantes.
La palabra queer no es solo una etiqueta para denominar una identidad, sino que es en sí misma un acto de reivindicación que perdemos cuando importamos el anglicismo. Basta con imaginar el cortocircuito mental que habría producido a LGTBfóbicos y hazteoiristas en general descubrir que hay seminarios universitarios dedicados a “teoría marica” y “estudios transmaricabollo” para comprobar la ausencia de connotación política que tiene en español la aparentemente inocua queer.
Feminismo y queer son dos palabras que, a pesar de gozar de buena salud lingüística en español, han perdido parte de su memoria histórica por el camino: en el caso de feminismo, por amnesia colectiva; en el caso de queer, porque al traernos el extranjerismo, necesariamente nos quedamos sin la tradición histórica que arrastra en su lengua original.
Conocer y recordar el origen de estas palabras es una forma de reivindicar y mantener vivas las luchas políticas que nos han traído hasta aquí.
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