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La Conferencia Episcopal y la semilla del mal

Los obispos españoles siembran el mal. Es un mal que destruye la vida. Rompe biografías, arruina la convivencia, mata la libertad. Son vidas concretas, la convivencia común y una libertad que es restauración del origen. Lo que distingue al mal que siembran los obispos es que se prorratea en los Presupuestos Generales del Estado español. En el chalé de sus altares, en los sótanos de sus capillas, los obispos entrelazan sus lenguas, las conectan como si fueran cables, para que estallen en pedazos la justicia y el amor, el derecho que conculcan con su verbo. Los obispos dicen el mal y hacen escombros la biografía de un hombre, de una mujer, de un niño (no dejéis que los niños se acerquen a ellos). Intoxican nuestra sociedad, manchan nuestras familias, emponzoñan nuestra historia política, pública y privada.

Los obispos siembran un mal que es explícito, identificable, formulado en la ley. Son el mal institucionalizado. Y el veneno moral que expanden es religiosamente recogido por nuestro sistema de comunicación: los obispos pervierten y los medios difunden. No hay nada que podamos objetar: si el Estado español financia a la iglesia católica, si el Estado es sponsor de la Conferencia Episcopal ha de asumir el mensaje de su mecenazgo. Quien paga, otorga. El Estado español subvenciona un continuo atentado contra derechos humanos, cuya violencia es mayor por sostenida. Más que cómplice, y gobierno tras gobierno, el Estado español ha patrocinado ese mal con sus presupuestos generales, los nuestros.

Nos llevamos las manos a la cabeza cuando vemos lo que sabemos, lo que alimentamos. Con inusitada inmadurez, nos escandalizamos del escándalo que somos. Con grave irresponsabilidad, seguimos abonando la factura episcopal, la factura que paga la semilla del mal. Nuestra aportación es el material con el que los obispos conspiran contra derechos humanos. Un material que destruye vidas, convivencia e historia en libertad. Tenemos lo que merecemos: lo que sufragamos. Somos los patrocinadores de los obispos custodios de la momia de Franco, de los obispos jaleadores del fascismo, de los obispos homófobos. El escándalo no son ellos –cómplices de sus pederastas– sino nosotros.

Los obispos ocupan titulares y salen después en la tele porque un periodista pone una grabadora oculta donde ellos tienen un megáfono oficial. Somos una sociedad que necesita lo clandestino para visibilizar lo estructural. Somos la sociedad que denuncia los abusos horrendos que cometen los mismos que casan a los nuestros los sábados por la tarde, los mismos que dan en mayo su bendición a nuestras princesas embriagadas de tul, a las niñas de la casa que también son lesbianas, a nuestros hombrecitos trajeados de lo que aún no son. Con sobrecogedora inconsciencia, somos quienes legitimamos que sean ellos mismos quienes los destrocen después con sus terapias ilegales, con sus falaces curas. Nuestras niñas y niños. Nuestros corderos del dios que es nuestro amor, víctimas de su terror psicológico. También salpican de agua bendita la sangre de los animales torturados en nombre de sus vírgenes y de los santos suyos.

El Estado español, nosotros, nosotras, el sudor de la frente de nuestro IRPF, paga a la iglesia católica el 1% de nuestro PIB. La patria. Nuestras escuelas, nuestros hospitales, nuestras pensiones, el compromiso con una sociedad que es la organización que nos ordena, la cobertura común de las necesidades que harían de la existencia compartida una experiencia justa, una experiencia digna del incierto camino que es la vida. Ese camino, que es preciosa palabra y los obispos siembran de un mal tipificado, queda minado de ideología dañina y actos contrarios a derecho, y en él se desparraman almas desmembradas en las parroquias de la esquina como aún se desparraman en caminos lejanos los cuerpos despedazados por minas antipersona que fabricaban y vendían sus más ilustres fieles. Pagamos mal en el racimo de los miles de euros que la iglesia recibe del Estado español en el sobre de Asuntos Sociales, en el sobre de Educación, en el sobre de Cultura, en el sobre de Patrimonio y hasta en el sobre de Defensa. Con el IBI que la iglesia no paga, pagamos la violencia de la homofobia de sus obispos, que nos escandaliza hoy. Somos necios y somos insolidarios con quienes, de nosotros, caen en sus manos.

Hace falta, aún hoy, que se infiltre un periodista para que salga en la tele el daño social, el abuso histórico, el mal que siembra en el Estado español, aconfesional según su Carta Magna, la institución católica. Hemos sabido hoy lo que ya sabíamos: que la Conferencia Episcopal actúa en toda terapia ilegal, en toda violación que, con su connivencia, perpetran los suyos. Pero también en cada boda, en cada bautizo, en cada funeral. En cada partida presupuestaria. Cada sotana como una sombra. Se la plancha la historia que permitimos ser. La historia que somos, secuestrada. La historia que no somos porque pagamos el zulo moral en el que nos encierra su terror.