Los agentes de policía son el tipo de testigos favoritos de jueces y fiscales. Por múltiples razones: en primer lugar, tal y como dice el párrafo más copypasteado de todas las sentencias de España, están revestidos de lo que el Tribunal Supremo llama “ausencia de incredibilidad subjetiva”, pues al ser funcionarios públicos, sin motivaciones personales en un determinado juicio, es más fácil demostrar su credibilidad que la de otras personas, ciudadanos comunes, que pueden haber sido influenciados o, directamente, “preparados” por alguna de las partes. En segundo lugar, son profesionales del testimonio, están todo el día acudiendo a juicios, así que saben cómo hay que hacer las cosas, qué es lo importante que hay que recordar, qué es lo accesorio, a veces incluso con sospechosa exactitud, para hechos acaecidos años atrás. Es lo que tiene contar con un atestado por escrito que te permita “refrescar” la memoria.
Pues bien, el día 25 se cometió un delito flagrante, percibido directamente por millones de telespectadores y miles de viandantes que estaban en el lugar de los hechos. Y jamás juez alguno en la historia forense española contó con tal ventaja: nada más y nada menos que 1.500 agentes (que otras fuentes elevan a 2.460) del Cuerpo Nacional de Policía pueden atestiguar el quién, cómo y cuándo.
Los hechos son los siguientes: el artículo 18 del Real Decreto 1484/1987, de 4 de diciembre, obliga a los agentes del Cuerpo Nacional de Policía a lucir placa con número identificativo, y a diferencia de en un episodio de El príncipe de Bel-Air (ya saben, aquel en el que, corbata anudada alrededor de la cabeza, Will Smith le espeta al severo profesor de la Academia Bel-Air que la corbata debe llevar un nudo Windsor, pero nadie dice dónde), se precisa hasta el lugar donde debe lucir el número: encima del bolsillo superior derecho de la pechera.
Por si fuera poco, una circular interna aclara que, tanto guardias civiles como policías nacionales, en su calidad de funcionarios públicos, deben ser identificables ante el ciudadano, así que requeteimpone la obligación, incluso en el caso de unidades especiales, como UIP o geos. Se trata de la Instrucción 13/2007 de la Secretaría de Estado de Seguridad, de 14 de septiembre, que, por rizar el rizo, establece que dicha identificación debe ser legible a una distancia de un metro y veinte centímetros.
Pues bien, los integrantes de las Unidades de Intervención Policial (UIP) desplegadas en los alrededores del Congreso de los Diputados iban con el número de identificación tapado. Es decir, incumpliendo la normativa, clara y explícita, que ordena la identificación. Y esto ha sido una situación generalizada, según la mayoría de testigos. Según declaraciones de mandos y responsables sindicales, esto era una orden que “venía de arriba”. Pues habrá que explicar una cosa a los de arriba: que la Autoridad que adoptase una resolución arbitraria, será castigada como reo del delito de prevaricación, tal y como dice el artículo 404 del Código Penal. Así que tenemos 1.500 agentes que conforme a su obligación profesional, deberían aclarar quién narices les dio esa orden “grosera y manifiestamente ilegal”, por utilizar las palabras exactas de la Sala 2ª del Tribunal Supremo.
Por lo tanto, bien mando policial, bien responsable político, el que haya tenido la brillante idea debería responder ante un Juzgado de Instrucción. En función de su rango y la naturaleza de su cargo, incluso puede que se tratase de ese mismo Juzgado Central de Instrucción nº 1 que se acaba de quitar de encima el asunto de las detenciones durante los disturbios (lo que, en términos técnicos, se conoce como “inhibición por falta de competencia objetiva”).
Porque tiene bemoles la cosa. ¿Recuerdan el artículo del otro día, ese en el que hablábamos de imputaciones preventivas y delitos cuánticos? Pues agárrense, porque el artículo 494 del Código Penal sólo es aplicable a los líderes y cabecillas: los que promuevan, dirijan o presidan las manifestaciones. Sin embargo, los detenidos no parecen ocupar ninguna de esas categorías. De hecho, parece que algunos no han hecho absolutamente nada, a menos que el delito de atentado pase a englobar el golpe dado con la cabeza del manifestante en la “defensa” (vulgo, porra) de un agente de la UIP.
No obstante, el Juzgado de Instrucción ordinario de la Plaza de Castilla (Madrid) no parece dispuesto a quedarse con el marrón (una causa con 35 imputados es una de las formas más sencillas de colapsar un juzgado ya al borde de su capacidad), y ha insistido en la imputación de delitos de los que forman parte de las competencias de los Juzgados Centrales. Sin ponernos a analizar concienzudamente la resolución, cosa para la que doctos cátedros tiene este diario, todo esto parece el típico peloteo de competencia, en plan “tú empezaste esto, pues ahora te lo comes con patatas”.
En cualquier caso, el de los disturbios, los atentados contra la autoridad, o el abuso de la misma, según las versiones, es asunto que requerirá una prueba peliaguda: la de enfrentar en un Juzgado a policías curtidos con ciudadanos de a pie, aunque últimamente las redes sociales y la sofisticada tecnología de los teléfonos móviles permiten aportar un tipo de prueba difícilmente contestable: el vídeo en alta definición con audio digital. Pero me pregunto si alguien tendrá los arrestos de llevar adelante el asunto del que vengo hablándoles todo este artículo: que, como diría el gran Gila, alguien ha cometido un delito, y yo no miro a nadie...