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Una tierra injusta bajo un sol de justicia

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Las vacaciones con Juegos Olímpicos son más divertidas que las que se hacen en el pueblo con conejos y gallinas ponedoras. Para empezar, uno no tiene ni que salir de su casa, de modo que así se evita contribuir al turismo. La gente le toma mucha manía a los demás porque, en realidad, no sabe estar sola. Esto parece contradictorio, pero es que los españoles somos así, una contradicción de la Historia.

Se vio venir desde el primer día. ¿Para qué ser celtas o íberos pudiendo obtener uno la titulación de celtíbero? Incluso, viene de más lejos. Los últimos neandertales de la humanidad beta acabaron reunidos en el risco más apartado de nuestra península. A ese sitio, ahora, lo llamamos el peñón de Gibraltar, y es de los ingleses. Esta aparente contradicción nos proporciona buena parte de nuestra identidad; pues lo identitario, que empezó siendo una descripción de lo que se es, actualmente se ha convertido en una lista de reclamaciones.

No obstante, la circunstancia de que los neandertales (que hoy los dibujan simpáticos y pelirrojos, como si fueran irlandeses), dejaran sus últimas huellas entre nosotros implica que fue en la Península Ibérica donde más tiempo, es decir, milenios, anduvimos todos conviviendo, mezclándonos y contradiciéndonos.

Cuando empezaron a usarse las redes sociales, todos los comentarios empezaban diciendo “Yo...”, “A mí...”. Eran otros tiempos. Aún no había estallado la gran recesión económica y creíamos que hasta los pobres tenían derecho a la propiedad privada. Ahora, sin embargo, no hay comentario que no arranque diciendo “No, pero...”, sobre todo si es para acabar concluyendo lo mismo que el interlocutor.

Actualmente preferimos la negación a la contradicción. La causa de ello es que hemos abandonado el marxismo, filosofía hegeliana fundamentada en la oposición entre tesis y antítesis. Ser marxista ya no lleva a nada. Ni siquiera los partidos de izquierdas se acuerdan de que, de pequeños, lo fueron. Ser marxista le quedaba bien a Pasolini, por ejemplo; pues tanto ideológica como vitalmente se arrojaba a la contradicción lo mismo que Yosi, el cantante de los Suaves, se tiraba en plancha sobre sus fans en los conciertos. También le quedaba bien ser marxista a Ramón Tamames, por poner un ejemplo más nuestro, es decir, identitario.

Ahora que digo Pasolini y Tamames, asimismo me han venido a la cabeza Enrico Berlinguer y Santiago Carrillo. Esto es porque, antiguamente, se podía llevar traje y corbata y ser bien comunista. A cambio, sólo había que fumar mucho. El traje conjuntaba muy bien con la ideología, fuera la que fuera. También hemos perdido esta universalidad y, con ella, las ideologías.

De ahí que el nihilismo campe a sus anchas por todas partes. No, pero no es nihilismo, es que uno ya no se cree nada. Así vivimos. Si la contradicción es de izquierdas, la negación es de derechas, y yo aún diría más, la negación es muy de extrema derecha. La prueba es que los de extrema derecha son los más negacionistas. La contradicción, por otro lado, es lo que hace avanzar el pensamiento. El filósofo Heráclito, el Oscuro, lo dijo claramente hace 2.500 años. La guerra es la madre de todas las cosas. Hay gente tan bruta que cree que la guerra es darse tortas con los otros; pero la guerra verdadera está en las palabras del poeta Antonio Machado, cuando dice: yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas.

Una vez me compré el libro con textos de Heráclito, Razón común (ed. Lucina, 1985). La edición, la traducción, los comentarios y todo, todo, era del gramático, poeta, dramaturgo y traductor de los diferentes dialectos del griego clásico, Agustín García Calvo. La verdad es que no entendí mucho, ni a Heráclito, ni a García Calvo, pero jamás me he desprendido de este libro. Imposible. Se ha quedado mi alma dentro de sus páginas, y viceversa. Se puede querer sin comprender. Aunque es comprendiendo como se quiere. Todo es tan contradictorio siempre... Cuando, en 2012, falleció García Calvo, el periódico entonces más importante de España no puso en portada la noticia de su muerte. Y eso que era uno de nuestros célebres intelectuales. Esto también nos define identitariamente.

Pero, encima, el mundo había cambiado. Antiguamente, los periódicos se imprimían para que la gente los leyera, y por tanto los compraban personas a las que les gustaba leer sobre un tema, o varios. Sin embargo, alguna lumbrera decidió de repente que la gente que leía diarios no era mucho de leer, y empezaron a quitarles texto y a expulsar la cultura clásica de las portadas. En homenaje a Chomsky, a esta cultura clásica la podríamos llamar cultura profunda. Es la que llevamos grabada como civilización humana. El caso es que empezaron a venderse cada vez menos periódicos en la calle, y nunca nadie hizo la pregunta de este modo: ¿por qué no lee la gente a la que le gusta leer?

Me estoy enrollando cosa mala, ya disculparán si eso. Para no sentirse sola, la gente le toma manía a los otros. Los de derechas, a los emigrantes, y los de izquierdas, a los turistas (se puede hacer esta comparación cuando olvidamos que el problema en ningún caso viene de las personas, sino de las estructuras sociales, económicas, políticas...). Así es como el resentimiento crea también un sentido identitario. Le acompañó más su sentimiento de identidad a Robinson Crusoe, en la isla desierta, que la figura del indígena Viernes. Estamos solos por puro egoísmo. Cada vez que se celebra el Viernes negro, me acuerdo de Robinson Crusoe, del colonialismo y de cómo nos hacemos banderas con la piel de nuestras víctimas.

Un artista es alguien que no hace añicos su utopía. Hay que tener mucho aguante para ser artista. Durante décadas, en España hemos estado haciendo añicos políticamente nuestras utopías. Ahora, mucha gente se burla de la Transición, y le llama Régimen para identificarse presuntuosamente con los revolucionarios franceses y los grandes acontecimientos de la Historia. Sin embargo, nunca como en la Transición estuvo más viva la utopía. Todas las utopías a la vez: las libertarias, las socialistas, las trotskistas, las comunistas, las autogestionarias, las ecologistas, las pacifistas... Nunca como entonces, la memoria de la II República, convertida en palpitante utopía, estuvo tan viva y fue tan vivida. Jamás su historia verdadera, y su leyenda, nos parecieron tan verosímiles y tan nuestras, y tan inmediatas (desde nuestro pasado), y tan cercanas (a través de compartir mesa de comer, banco de los parques, acera de la calle, autobús, bar, televisión, con todas las personas de aquel tiempo que aún vivían). A estas alturas, hemos hecho añicos sistemáticamente todas nuestras formas de utopía. Ya hace tiempo que nuestra vida política es una mezcla de prensa del corazón y de página de sucesos.

El pintor británico David Hockney (uno de los mayores exponentes del arte pop y, en 2018, elevado a la categoría de artista vivo más caro del mundo, gracias a la subasta de una obra suya, en Christie's, que llegó a los 79 millones de euros), cerraba su fascinante libro El conocimiento secreto El redescubrimiento de las técnicas perdidas de los grandes maestros (Círculo de Lectores y Ediciones Destino, 2001), con la comparación entre una cesta de frutas de Caravaggio (pintada en 1579) y unas manzanas de Cézanne (de 1877-1878). En la primera pintura, las frutas parecían más realistas a simple vista. Sin embargo, conforme nos alejamos, las frutas de Caravaggio se hacen más difíciles de distinguir, y las manzanas de Cézanne cobran cada vez más presencia.

Hockney explica que esto ocurre porque en la pintura de Caravaggio la fruta se encuentra introducida en el cuadro (incluso mediante técnicas de óptica y ayuda de lentes) y, en la obra de Cézanne, la manzana, su forma, su idea, emana del lienzo. Lo mismo nos ha sucedido a nosotros con la democracia. Mediante la necesaria ayuda de leyes, hemos introducido la idea de democracia en la política. Esto la hace muy realista. Pero desde lejos, fuera del marco, en la vida práctica, se difumina. Es la democracia la que tiene que emanar de la política para que se la vea brillar a kilómetros de distancia.

Por decirlo de otra manera pop, ya que estamos con el viejo Hockney (el pasado 9 de julio cumplió 87 años, aún sigue con su gorra de visera, sus gafas redondas y su chaqueta de punto a rayas), hemos pasado del beso de la mujer araña al beso del hombre araña. Es decir, hemos ido de la literatura de Manuel Puig a las películas de Spiderman. Son maneras diferentes de besar. En Manuel Puig hay rebeldía, en Spiderman hay rendición; pues, para ser besado, el hombre araña tiene que ponerse boca abajo, como se ponen los murciélagos, y se impregna así de Batman, una criatura de la competencia.

Y con estos besos y abrazos, boca arriba y boca abajo, les deseo buenas vacaciones a quienes puedan disfrutarlas. A la vuelta, en septiembre, habré modificado la periodicidad de los artículos en esta sección de Opinión, que compensaré (si es que no es demasiado arrogante la palabra) con otros artículos en diferentes apartados del Diario. El cambio es porque siempre me hago un lío. Nunca sé si trato de abordar la cultura desde la política o lo que intento es abordar la política desde la cultura. Ojalá, ojalá, me ilumine cuanto antes el ejemplo de Hockney con las frutas. Muchas gracias por su compañía, comentarios y lectura, apreciados socios, socias, lectoras y lectores. Feliz agosto.