Rubalcaba era también su despacho en la Complutense de Madrid. Volviendo a la universidad confirmó que era un tipo con clase. Verle allí me impresionó: en esa estancia sobria, desprovista de cualquier atisbo de ostentación y lujo. En aquel vetusto lugar, austero y recogido. Allí se retiró Pérez Rubalcaba, el político que lo había sido prácticamente todo. Allí estaba Alfredo y no en la planta noble de una multinacional con un contrato de varios ceros.
En ese frío rincón me recibió, ahora que su teléfono ya no hervía. Aunque el móvil seguía acompañándole, como una prolongación de su cuerpo enjuto. Rubalcaba, de comidas frugales, uno de esos hombres delgados que no flaqueaban jamás, pasó a cocinar clases de Química, sin dejar de alimentarse de política, de información, de dar consejos, sin perder su olfato ante lo que se cocía.
Junto a un laboratorio con tubos de ensayo, Pérez Rubalcaba corregía exámenes, sin olvidar las fórmulas por las que le llamaron “hombre de Estado”. Nunca pudo disimular que el PSOE seguía corriendo por sus venas. “Me decía Felipe”, “avisé a José Luis”, “le dije a Pedro…”. Rubalcaba lamentaba también cuando no le hicieron caso, pero parecía imposible que eso ocurriera, comprobando su vigorosa didáctica, con una mirada entre pícara y penetrante, acompañada de ese gesto pausado de manos, que parecían empujar aún más sus ideas para convencerte.
Pérez Rubalcaba, que de joven fue velocista, siempre gozó de rapidez mental, pero de mayor también disfrutaba con las carreras de larga distancia. Igual por eso creía que no teníamos un plan para España a diez años vista. Solía detestar la política de esprint y le gustaba pensar que la gestión era negociar y, la negociación, como esos partidos que se juegan con segunda vuelta, prórroga y penaltis, si hace falta.
Rubalcaba me contó su conversación con Mariano, cuando le llamó porque dejaba de liderar el PSOE. En una especie de “Alfredo, sé fuerte”, Rajoy le dijo, cordialmente, que no lo hiciera. Había que resistir, frente a los que venían hablando de la “nueva política”. Rieron, reivindicaron a su generación y su experiencia, pero Pérez Rubalcaba había decidido que se iba y a Mariano le dijo, igual de cordial, que también a él le tocaría más pronto que tarde.
En noches de insomnio, Rubalcaba podía oír la radio. En días de lucidez, el de Solares plasmó para nuestra historia la radiografía del final de ETA. Pérez Rubalcaba, al que acusaron del 11-M, de vender España a los etarras y de ser antipatriota, es ahora reconocido por algunos de esos mismos como un gran estadista. Igual Alfredo lo está viendo desde algún lugar, con una risa traviesa, achinando los ojos y contemplando el espectáculo, como cuando veía una victoria de su Real Madrid junto a su amigo Jaime.
Así era una parte de Alfredo Pérez Rubalcaba. Un tipo currante y listo, al que un día oí decir, entre risas, que no sería presidente por ser calvo y feo. Lo cierto es que demostró que no tenía un pelo de tonto, ni la cabeza para peinarse con asesores de imagen. Rubalcaba fue un tío con cerebro. Ese fue su principal activo y así vivió hasta que un accidente cerebral le jugó una mala pasada.