La prostitución de la vivienda no comenzó en España cuando los hombres de Aznar convirtieron, en 1998, el suelo en un activo; ni siquiera cuando los de González, en 1985, renunciaron a promover una política mayoritaria de alquiler. Este complejo fenómeno hunde tan profundamente sus raíces en nuestra historia que el lenguaje popular ha terminado solidificando la expresión “cultura de la propiedad” como una fórmula que, más rápida incluso que la Inteligencia Artificial, piensa frecuentemente por nosotros.
A finales de los años cincuenta, el ministro de la Vivienda, José Luis Arrese, sintetizó, en un acto en homenaje a los agentes de la propiedad inmobiliaria, el programa político de una Falange que yacía ya arrinconada, pero que se resistía a entregar la cuchara política:
“No queremos (…) que la construcción derive de un modo colectivo hacia el arrendamiento (…) La fórmula ideal, la cristiana, la revolucionaria desde el punto de vista de nuestra propia revolución, es la forma estable y armoniosa de la propiedad (…) No queremos que se salga con la suya una doctrina que llamó proletaria a la masa, porque sostuvo que el hombre en la sociedad cristiana solo una cosa es capaz de tener sin dinero: la prole; no queremos que la propiedad de las cosas más íntimamente ligadas al hombre queden al margen de su propia existencia; no queremos una España de proletarios, sino una España de propietarios (…) Solo así podremos decir que hemos venido a torcer el rumbo que nos empujaba al abismo comunista”.
Se trataba de una declaración a favor de la vivienda en propiedad, la que eliminaría toda tentativa popular hacia el socialismo. La reserva espiritual anticomunista de Occidente se iba a abrir a los flujos de divisas y de capitales extranjeros; la emigración a las ciudades y el incremento de las masas obreras podían crear un descontento que amenazara al régimen. La vivienda en propiedad se convirtió en unos de los rasgos que más diferente harían a España de Europa y en uno de los más sólidos cimientos de la apatía política que los sociólogos detectaron en la población española de los años setenta.
De esta manera, la purificación de España que Franco había perseguido en la guerra civil se daba la mano con el exorcismo antisocialista que la Falange, con sus instituciones clientelares, perseguía, y finalmente, con la política de los hombres de negro de Escrivá de Balaguer, los tecnócratas que aprovecharon la fase expansiva del capitalismo occidental para integrar a España en un régimen de crecimiento económico sin redistribución. El bienestar, en España, se convirtió en la capacidad de comprar bienes y servicios, entre ellos, un piso en el que formar una familia.
La cultura de la propiedad se concibió, por tanto, como el residuo de una ideología que pasó desapercibida durante los años de la transición. La banca, constituida en un pilar económico políticamente trasversal, recurriría a las grandes construcciones inmobiliarias como una de las salidas a la gran crisis industrial de los años setenta y ochenta. Con un complejo financiero inmobiliario elefantiásico como este, y en medio de dificultades fiscales y monetarias acuciantes, los primeros ejecutivos socialistas no hicieron sino alterar algunos matices sin cuestionar aquella nueva vieja esencia española.
La construcción del Estado del bienestar —con la universalización de la Educación y de la Sanidad— tuvo que obviar obligatoriamente el mandato constitucional de proveer a los ciudadanos de un acceso digno a la vivienda. Como consecuencia, tenemos la reventa de millones de Viviendas de Protección Oficial con plusvalías para sus propietarios, representada como una de las mayores privatizaciones de servicios públicos que hemos vivido durante estas décadas.
Con todos estos cimientos, no debería extrañarnos la exorbitante burbuja inmobiliaria vivida entre 1997 y 2007, una enfermedad económica que había sido incubada durante décadas. La entrada en el Euro hizo que prestar a bancos españoles, y por tanto, financiar externamente el crédito hipotecario a las familias, se convirtiera en un gran negocio para países como Alemania. La euforia financiera, las ayudas fiscales y una cierta recidiva cultural —el sueño español de tener una casa— condujeron a una inflación inmobiliaria que nos llevó posteriormente a la locura. España pasó de jugar en la Champions League de la economía a recibir un rescate a una banca en quiebra potencial, dando lugar a una década perdida.
Pasada la pulmonía, las defensas siguen bajas. La vivienda es en España algo muy diferente de un lugar en el que poder descansar. El fetichismo inmobiliario promovido durante décadas sigue haciendo de España un país diferente e inmaduro democráticamente.
La ausencia de un programa político coherente, incluso de un debate más allá del ruido hasta hace algunos años, han hecho de esta obligada cultura propietaria algo natural, incluso políticamente correcto. Por todas estas razones, toda reforma que se acometa, como la nueva ley de vivienda y las promesas electorales anexas, serán casi siempre insuficientes, pero necesarias. La construcción de un generoso parque de viviendas exclusivamente destinado al alquiler social significaría, en primer lugar, un techo para los colectivos y familias vulnerables, y en segundo lugar, un tope para que los precios reflejen que las casas son un lugar en el que residir y al que parcialmente derivar el siempre inquieto ahorro privado.
Un Gobierno que renuncia al liderazgo en este ámbito podrá reinar, pero nunca gobernará realmente. El presente Ejecutivo se la juega en pocos meses; los ciudadanos parecíamos, hasta ahora, abocados a nos manipularan para siempre. Algo tendrán que decirnos las urnas de todo esto.