Tres eméritos han sido noticia en la primera semana de enero, tres eméritos de tres poderes bien diferentes: la iglesia católica, la monarquía y el sindicalismo de clase. El Papa emérito Joseph Ratzinger a.k.a Benedicto XVI, enterrado en el Vaticano; el rey emérito Juan Carlos de Borbón, que ha celebrado su 85 cumpleaños lejos de casa; y el ex secretario general de UGT Nicolás Redondo, fallecido hace unos días, y que si bien no tenía el inexistente título de “líder obrero emérito”, era reconocido con similar autoridad y honores.
Qué diferentes los tres eméritos, ¿verdad? Perdonen el recurso fácil y trilladísimo de parafrasear el mítico título de Sergio Leone, pero es que en su coincidencia temporal les va al pelo a los tres eméritos: el bueno, el feo y el malo. Ya se imaginan quién es cada uno.
El bueno es, obviamente, Nicolás Redondo. La unanimidad en su reconocimiento y la calidez y sentimiento en su despedida, en alguien que llevaba casi tres décadas fuera de foco, dan la medida de su importancia. Para quienes crecimos en hogares de izquierda, en los primeros años de democracia Nicolás Redondo y Marcelino Camacho eran nuestros working class heroes, leyendas vivas y a la vez tan cercanos como de nuestra propia familia. Líderes austeros, coherentes y de principios firmes en un tiempo de cambio de chaqueta y naciente cultura del pelotazo.
En su muerte se recuerda la histórica e irrepetible huelga de 1988, el 14D cuya alargada sombra sigue pesando sobre el sindicalismo posterior hasta hoy. Los más jóvenes no pueden hacerse idea del terremoto que supuso aquella jornada de calles vacías y televisión en negro, pero también dejó una fractura traumática en la familia socialista, entre el partido y el sindicato durante un siglo hermanos. Durante las tres mayorías absolutas del PSOE, el sindicalismo de clase fue la única oposición real, sin la que el giro liberal del felipismo habría sido más profundo, rápido y doloroso. Fiel a su militancia obrera, Nicolás Redondo eligió siempre el sindicato frente al partido, desde su renuncia inicial a dirigir el PSOE, hasta su alejamiento y finalmente ruptura con el gobierno de González.
Con sus contradicciones y sombras, que también las tendría, hay que reconocer la enorme deuda que la clase trabajadora en España tenemos con Nicolás Redondo. Vaya mi agradecimiento y recuerdo.
El feo de este trío de eméritos le ha tocado a Joseph Ratzinger, el Papa Benedicto XVI. Obviamente no me refiero a su fealdad física, sino a la fealdad de su breve papado, tan feo que por contraste Bergoglio nos resulta de natural guapo sin mucho esforzarse. Llegó al Vaticano tras haber sido durante años la mano derecha de Juan Pablo II (que como Papa era de derechas, no, lo siguiente; así que imagínense lo que significaba ser su “mano derecha”), y en las notas de prensa en su elección todos subrayamos dos palabras: nazismo e inquisición. Lo primero lo disculpamos porque era muy joven cuando ingresó obligado en las Juventudes Hitlerianas; lo segundo se refería a sus años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio, sí), cargo en que fue un auténtico inquisidor de la ortodoxia, imponiendo el rigor doctrinal y persiguiendo a teólogos de la liberación, sacerdotes progresistas en general y aperturistas al entendimiento con otras religiones.
Como Papa fue lo mismo que Juan-Pablo-Segundo-te-quiere-todo-el-mundo, pero sin su carisma. Igual de intransigente con la checklist habitual del ultracatolicismo: aborto, sexo, anticonceptivos, homosexualidad, eutanasia… Check, check, check, no dejó ni una sin marcar. Pero además su papado estuvo marcado por escándalos de corrupción, la filtración del Vatileaks, y los casos de pederastia por todo el mundo. La muerte le ha librado de ser el primer papa en sentarse en el banquillo, por presuntamente encubrir abusos sexuales cuando era arzobispo en Munich. Ya digo: feo, feo.
El bueno Nicolás Redondo, el feo Ratzinger, y el malo, pues ya saben, nuestro emérito de cabecera: el rey Juan Carlos, que lleva tres años y medio en su exilio dorado, impune y sin abrir la boca ante la sucesión de escándalos. El jueves pasado cumplió 85 años, pero su aniversario ha pasado desapercibido. Qué diferente hace unos años, cuando cada 5 de enero merecía páginas de periódico y minutos televisivos de peloteo, felicitaciones y regalos institucionales, y no faltaba su campechanía para contarnos lo bien que estaba, en plena forma.
Cuando hace una década cumplió 75 hubo un generoso despliegue informativo y nos hartamos de ver su álbum de fotos, aunque ya estaba perdiendo popularidad. Solo unos años antes, al cumplir 70, todavía vigente el “pacto de silencio” político y mediático, el rey montó (o le montamos, más bien) una cena oficial en palacio con 500 invitados. Pueden leer aquí la lista de invitados al cumpleaños. A la hora de los brindis tomó la palabra y expresó su “orgullo por lo mucho que juntos hemos conseguido”, y su “renovada determinación de seguir trabajando como Rey, con la misma pasión y entrega, al servicio de España y de todos los españoles”. No hace falta que yo añada nada, ¿verdad?
Ahí los tienen, tres eméritos que se han ganado su lugar en los libros de historia y que recordaremos por motivos bien diferentes: el bueno, el feo y el malo.