Tras las revoluciones que barrieron Europa en 1848, muchas propuestas de las fuerzas liberales y democráticas se abrieron paso a pesar de las resistencias de los restos de las aristocracias feudales. Una de las innovaciones más radicales fue la aparición en países como Francia del sufragio universal -si bien sólo reservado a hombres mayores de 21 años-, lo que por primera vez daría voz en unas elecciones a las clases trabajadoras. Los dirigentes de las fuerzas demócratas y socialistas tenían profundas esperanzas en la posibilidad de que las clases populares, que hasta ese momento habían sido apartadas de toda decisión política, pudieran empujar hacia lo que se conocía como “progreso social”.
El resultado en Francia fue de un fracaso estrepitoso. En primavera los socialistas obtuvieron menos del 10% de los escaños, y en diciembre el candidato presidencial de las fuerzas reaccionarias, Luis Bonaparte, recibió un 75% del voto. Aún no se había secado la tinta del Manifiesto Comunista, en el cual se afirmaba que Europa estaba atravesada por el fantasma del comunismo, cuando el propio Marx, reflexionando sobre aquella derrota, se quejó amargamente de que el sufragio universal parecía haber transmitido que «todo lo que existe merece perecer». El filósofo y anarquista Proudhon fue más explícito y denunció que «el pueblo habló como un borracho».
Aquel episodio fue un gran varapalo para las aspiraciones socialistas. No obstante, según se desarrolló el capitalismo y fue incrementándose el número de obreros industriales también se fue recuperando la fe en que las mayorías terminarían hablando a favor del socialismo. Era cuestión de tiempo -afirmaban los teóricos socialistas de finales del siglo XIX- que la mayoría de la población estuviera objetivamente interesada en las propuestas de la socialización de los medios de producción. Sin embargo, las cosas terminaron siendo bastante más complicadas y, al transcurrir del tiempo, fue quedando claro que las clases populares, especialmente las más pobres y las menos cultas, no se unían de manera automática a las filas del socialismo.
La reciente victoria de Donald Trump es una nueva invitación a reflexionar sobre estos asuntos, por lo que representa el candidato y por la composición en qué se basan sus apoyos electorales -con mayor peso que nunca entre los más pobres y con menos estudios-. El fenómeno es de gran magnitud: los más de 75 millones de votos que recibió hace una semana -más de la mitad del total- son 10 millones más que hace ocho años cuando fue elegido presidente por primera vez. Se trata de un apoyo popular extraordinariamente alto, y, por lo tanto, hay razones de sobra para preocuparse de un multimillonario cuya ideología está definida a partir de las concepciones más extremas del mercantilismo, nacionalismo, neoliberalismo y clasismo.
En estas semanas que se ha vuelto a poner de moda la consigna ‘sólo el pueblo salva al pueblo’, conviene tener todo esto presente a fin de que no otorguemos, de manera prematura e ingenua, unas visiones al ‘demos’ que no se corresponden con la realidad. Desde cualquier punto de vista, el ‘demos’ a veces acierta y a veces se equivoca, pero siempre conviene investigar sobre las razones de esos comportamientos.
De Donald Trump, por ejemplo, se ha dicho que se ha beneficiado de las posiciones ‘woke’ defendidas por los sectores progresistas. Este argumento es básicamente reaccionario porque a lo que se refieren con ‘woke’ es a las políticas en favor de la igualdad de género, del respeto a los derechos humanos de los inmigrantes y las preocupaciones por la desigualdad social. Si el ‘demos’ resulta contrario a estas posiciones, el reto de la izquierda debería ser resolver cómo actuar para cambiar esas actitudes del ‘demos’. La posición según la cual la izquierda debe parecerse al pueblo es absurda: si el pueblo es mayoritariamente racista no tiene ningún sentido parecerse a él. Además, no hay nada moralmente superior en querer influir sobre -y cambiar- el comportamiento del ‘demos’; es sólo política.
De hecho, es política republicana. La tradición republicana, atravesada históricamente por este debate, y atrapada entre las posiciones antigua y liberal de “miedo al pueblo” -desde Aristóteles hasta Hayek- y la posición autoritaria de “hablar por el pueblo” -de las izquierdas estalinistas- siempre optó por la educación y lo que podríamos llamar “la batalla cultural”. El ‘pueblo’ no deja de ser la condensación histórica de las luchas político-culturales del pasado, no una categoría ahistórica que encarne verdad alguna.
La elección de una asamblea reaccionaria en 1848 en Francia, elegida por sufragio universal masculino, continuó con la ironía de la abolición de dicho derecho en 1849. De ahí el comentario de Marx. La cosa siguió ya como drama cuando en 1851 Luís Bonaparte se proclamó Emperador -ahora Napoleón III- y reinstauró el sufragio universal para su propio beneficio, utilizándolo como herramienta de legitimación de sus posiciones autoritarias; una suerte de dictador democrático.
Es seguro que Trump es una amenaza para la democracia representativa estadounidense, algo que ya demostró con su responsabilidad en el asalto al Capitolio de los Estados Unidos en enero de 2021. La narrativa que él y su equipo han construido se basa en la idea de que prácticamente todo vale para salvar a la nación de las amenazas que se estarían posando sobre ella -la inmigración pobre, sobre todo-. Pero me temo que el problema, sin embargo, es mucho más hondo y va más allá de la persona que está encarnando estas ideas reaccionarias.
El historiador Luciano Canfora tiene un magnífico libro dedicado a Julio César que se titula, provocativamente, ‘Julio César, un dictador democrático’. En él, Canfora recuerda que el asesinato de César no fue suficiente para frenar las reformas que había emprendido y que, tan pronto como les fue posible a sus aliados, éstos prosiguieron tras su muerte. El asesinato posterior de Cicerón, uno de los principales representantes del republicanismo clásico y promotor del magnicidio, simboliza ese momento de impotencia frente al dictador con gran apoyo popular. En esos momentos históricos, el líder político se transforma en mucho más que una persona: se convierte en un proyecto político en el que cristalizan determinadas preocupaciones con fuerte arraigo social.
La ventaja con la que juega Trump es que está logrando canalizar el animus social de parte de un pueblo que se siente perdedor con el cambio de estatus internacional de su país. Durante todo el siglo XX Estados Unidos ha ostentado la hegemonía militar y económica del mundo, lo que le ha proporcionado una serie de ventajas que han sido naturalizadas por su población -como si hubieran estado ahí para la eternidad-. Y ahora, en un contexto global repleto de amenazas como las climáticas y económicas, y ambas manifestándose juntas en la subida de precios de los alimentos y otros bienes, la frustración social y el deseo popular de preservar cierto estatus se manifiesta también en forma de racismo, clasismo y ultranacionalismo.
Es en este contexto donde prolifera la gente dispuesta a creerse todo tipo de explicaciones, por absurdas que parezcan a las personas mejor informadas, incluyendo las conspiraciones más surrealistas. A ello debemos sumar el interés evidente de ciertos poderes en difundir tales explicaciones y en canalizar la rabia y frustración creciente. Trump, como otros dirigentes de ultraderecha, le habla a un pueblo frustrado y le promete una propuesta que casa con sus creencias previas, normalmente no muy sofisticadas- y gracias a ello los incorpora a una trayectoria en la que la democracia puede llegar a ser un estorbo -sobre todo, para la acumulación de capital-. Al fin y al cabo, hay ‘demos’ que podrían llegar a preferir salvar la gasolina barata que la democracia.